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Esta foto está obtenida del periódico LA AVALANCHA del 25 de mayo de 1942 y la firma MIGUEL ANGEL BARÓN IRIGARAY, hijo de Baldomero Barón Rada (ROMEDOBAL). Un poco indigesta la crónica d que podéis leer a continuación, son redacciones de tiempos pasados, que ya huelen un tanto a alcanfor.

Año XLVIII Pamplona 25 de mayo de 1942 Núm. 1.129 LA AVALANCHA
ÓRGANO DE LA «BIBLIOTECA CATÓLICO-PROPAGANDISTA ADMINISTRACIÓN: ESTAFETA, 31 DIRECCIÓN: NAVAS DE TOLOSA, 21, 2.° izq.

LAS ROMERÍAS
Es día de romería. Por caminos y senderos van ascendiendo a la ermita, en procesión interminable, grandes y chicos, sanos y enfermos, pobres y potentados. Está sobre un cerro, silueta de vieja estampa, con plaza castiza y prado risueño. Ante el pórtico, como dándole guardia, varios árboles alzan su gracia altiva y pensativa. Soledad y silencio absoluto en su torno. La sombra rígida de los árboles se refleja netamente sobre la tierra soleada. En el prado, los romeros bullen y se agitan, después de visitar a las imágenes devotamente.
La advocación de la Virgen de la ermita da vida al campo, luz a la aurora. A la ermita llegan los caballeros y los pastores, que a la Virgen cuentan por su esperanza; ruegan los campesinos que la visitan, y no hallan en la comarca mejor amiga, pues creen que está en el germen de cada espiga. Ella es el consuelo de los enfermos, y vela por los niños, sus angelitos. Ella, tras de los cielos, en la ruda tormenta, pone el arco iris sobre la ermita, y ahuyenta el granizo de los sembrados. En las romerías, la Virgen ofrece al valle su casa, para que en el regreso, los romeros la lleven perpetua en sus corazones.
Días de fiesta en el valle, cuyas romerías funden en un mismo sentimiento la alegría y la piedad. Una plegaria y una copla, que son hermanas en la serena alegría del pueblo, bajo el noble optimismo del aire y de la luz clara, y del lenguaje vivo, y del cielo terso, y de las flores nuevas de la primavera. Hay una emoción romántica y patriarcal en estas peregrinaciones del pueblo, que viven con vida honda, como una esencia inmortal.
Es conmovedora la ascensión de los fieles a la ermita en los días primaverales, plenos de sol y aromas campesinos, entonando plegarias y dulces oraciones, poseídos de aquel ardiente sol de amor que iluminó la vida del Santo de Asís. Oraciones y divinas palabras, que infiltran en el alma una gran melancolía que se apodera de las personas que siempre viven en el remanso de paz del pueblo. Por caminos y veredas, atravesando cañadas, campos y arboledas de sombras suaves y tonos esfumados entre las frondas susurrantes, llega la romería a la ermita, cuya tradición arcaica la envuelve en un misterio legendario y evocador. Después de las solemnes funciones litúrgicas en las históricas basílicas, en las que la oratoria sagrada rememora las divinas evocaciones, tienden los romeros sus manteles en el soto, y hacen honores a las viandas preparadas para el día de la romería. Desde la eminencia del emplazamiento ermitaño aparecen las aldeítas comarcanas lozanas, limpias, gallardas, como grupo de mozuelas que se acogen a la sombra ancestral de sus iglesias, de las cuales se destaca el campanario, ya silencioso, ya sonoro, cual rodrigón celosísimo al que está confiado la guarda de casas y vivientes. Moran en estos pueblecitos vecinos ejemplares de sobriedad y virtud, de energía y amor al trabajo. Magnífica perspectiva desde el altozano, en la mañana de cielo claro como un alborozo virginal en que ríen los campos, y en la suave fragancia de la tarde bañada en el áureo polvillo del sol.
El tiempo desfila insensiblemente ante la ermita, y al iniciarse el crepúsculo violáceo en las grises lejanías, una sensación del deber cumplido en ofrenda piadosa flota en el ambiente de la romería. En el fondo de todas las tradiciones populares existe el fundamento de una mística preocupación, de un severo temor al incumplimiento de las divinas ordenanzas.
Al anochecer, cuando las sombras tejen sus encajes negros en torno a todas las cosas, los romeros se despiden con entusiastas laudes de la Virgen advocada, sus salutaciones ritman con el repiqueteo alegre de la campanita ermitaña en lírico ritornello. El santuario se queda sólo, y el campo que le rodea adquiere su quietud peculiar. Los caminos y senderos se pueblan de romeros que vuelven a sus casas con el recuerdo de la fiesta de piedad y de alegría, Sus cantares devotos y melancólicos tienen perfume de leyendas antiguas, y se difunden por los valles y los montes, rebotando de colina en colina por todo el contorno de la ermita.
MlGUEL ANGEL BARÓN IRIGARAY.