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PETILLA DE ARAGON: RAMON Y CAJAL y PETILLA...

RAMON Y CAJAL y PETILLA

MEMORIAS CONTADAS POR EL MISMO
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Nací el 1 de Mayo de 1.852 en Petilla de Aragón, humilde lugar de Navarra, enclavado por singular capricho geográfico en medio de la provincia de Zaragoza, no lejos de Sos. Los azares de la profesión médica llevaron a mi padre, Justo Ramón Casasús, aragonés de pura cepa, y modesto cirujano por entonces, a la insignificante aldea donde vi la primera luz, y en la cual transcurrieron los dos primeros años de mi vida.
Mis padres eran de Larrés, situada en las inmediaciones de Jaca. Habíanse conocido de niños, simpatizaron e intimaron de mozos y resolvieron formar hogar común cuando tuvieron medios para vivir modestamente.
De mi pueblo natal, así como de los años pasados en Larrés, no conservo apenas memoria. Mis primeros recuerdos, harto vagos e imprecisos, refiérense al lugar de Larrés, al cual se trasladó mi progenitor dos años después de mi nacimiento, halagado con la idea de ejercer la profesión en su pueblo natal, rodeado de amigos y parientes. En Larrés nació mi hermano Pedro.
De mi aldea natal, que conforme dejo apuntado, abandoné a los dos años de edad, no guardo recuerdo alguno. Además, mis relaciones ulteriores con el nativo lugar no han sido parte a subsanar esta ignorancia, puesto que se han reducido solamente a solicitar, recibir y pagar serie inacabable de fees de bautismo.
Así y todo, y después de confesar que mi amor por la patria grande supera, con mucho, al que profeso a la patria chica, he sentido mas de una vez vehementes deseos de conocer la aldehuela humilde donde nací. Deploro no haber visto la luz en una gran ciudad, adornada de monumentos grandiosos e ilustrada por genios; pero yo no pude escoger, y debí contentarme con mi villorrio triste y humilde, el cual tendrá siempre para mi el supremo prestigio de haber sido el teatro de mis primeros vagidos y la decoración austera con que la Naturaleza hirió mi retina virgen y desentumeció mi cerebro.
Impulsado, pues, por tan naturales sentimientos, emprendí cierto viaje a Petilla.
Después de determinar cuidadosamente su posición geográfica (que fué arduo trabajo) y de estudiar el enrevesado itinerario (tan escondido y fuera de mano está mi pueblo), púseme en camino. (24-08-06).
Mi primera etapa fue Jaca; la segunda, Verdún y Tiermas (villa ribereña del Aragón, célebre por sus baños termales) y la tercera y última, Petilla.
Hasta Verdún y Tiermas existe hermosa carretera, que se recorre en los coches que hacen el trayecto de Jaca a Pamplona; pero la ruta de Tiermas a Petilla, larga de tres leguas, es senda de herradura, flanqueada por montes escarpadísimos, cortada y casi borrada del todo, en muchos parajes, por ramblas y barrancos.
Caballero en un mulo, y escoltado por peatón conocedor del pais, púseme en camino por la mañana. En cuanto dejamos atrás las relativamente verdes riberas del Aragón, aparecióseme la típica, la desolada, la tristísima tierra española. A medida que me aproximaba a la aldea natal, apoderábase de mi inexplicable melancolía, y que llegó al colmo cuando me hizo escuchar el guía el tañido de la campana, tan extraña a mi oido, como si jamás lo hubiera impresionado.
No dejaba, en efecto, de ser algo singular mi situación sentimental. Al regreso al pueblo natal, todos los hombres saborean anticipadamente el placer de abrazar a camaradas de la infancia y adolescencia; alegra su espíritu el grato recuerdo de comunes placeres y travesuras; todos, en fin, ansían recorrer las calles, la iglesia, la fuente y los alrededores del lugar, en los cuales cada arbol y cada piedra evocan una emoción o un recuerdo agradable. Yo sólo -me decía-tendré el triste privilegio de hallar a mi llegada por único recibimiento la curiosidad, acaso algo hostil, y la frialdad de los corazones. Nadie me espera, porque nadie me conoce.
Y sin embargo, me engañaba. El Cura y el Ayuntamiento habían barruntado mi visita y me aguardaban en la plaza del pueblo. Y hubo además, un episodio conmovedor. Al pié del altozano coronado por la aldea, cierta anciana, que no tenía la menor noticia de mi excursión, y que se ocupaba de lavar la ropa a la vera de un arroyo, volvió de pronto el rostro, dejó su faena y, encarándose conmigo y mirándome de hito en hito, exclamó: ¡Señor...., si usted no es don Justo en persona tiene que ser el hijo de don Justo! ¡Es milagroso!.... ¡La misma cara del padre!.... ¡No me lo niegue usted! ¿Vive aún la señora Antonia? ¡Que buena y que hermosa era!...
Felicité a la pobre anciana por su admirable memoria y excelentes sentimientos, y dejando en sus manos una moneda, continué mi ascensión a Petilla.
Es Petilla uno de los pueblos más pobres y abandonados del Alto Aragón, sin carreteras ni caminos vecinales que lo enlacen con las vecinas villas aragonesas de Sos y Uncastillo, ni con la más lejana de Aoiz, cabeza del partido al que pertenece. Sólo sendas ásperas y angostas conducen a la humilde aldehuela, cuyos naturales desconocen el uso de la carreta.
Alzase aquel casi en la cima de enhiesto cerro, estribación de próxima y empinada sierra, derivada a su vez, según noticias recogidas sobre el terreno, de la cordillera dela Peña y de Gratal.
El panorama que hiere los ojos desde el pretil de la iglesia, no puede ser más romántico y a la vez más triste y desolado. Más que asilo de rudos y alegres aldeanos, parece aquello lugar de expiación y de castigo. Una gran montaña,áspera y peñascosa, de pendientes descarnadas y abruptas, llena con su mole casi todo el horizonte; a los pies del gigante y bordeando la estrecha cañada y accidentado sendero que conduce al lugar, corre rumoroso un arroyo nacido en la vecina sierra; los estribos y laderas del monte, única tierra arable de que disponen los petillenses, aparecen como rayados por infinidad de estrechos campos dispuestos en graderías, trabajósamente defendidos de los aluviones y lluvias torrenciales por robustos contrafuertes y paredones; y allá en la cumbre, como defendiendo la aldea del riguroso cierzo, cierran el horizonte y surgen imponentes y colosales peñas a modo de tajantes hoces, especie de murallas ciclópeas surgidas allí a impulso de algún cataclismo geológico. Al amparo de esta defensa natural, reforzada todavía por castillo feudal actualmente en ruinas, se levantan las humildes y pobres casas del lugar, en número de cuarenta a sesenta, cimentadas sobre rocas y separadas por calles irregulares cuyo tránsito dificultan grietas, escalones y regueros abiertos en la peña por el violento rodar de las aguas torrenciales. Al contemplar tan mezquinas casuchas, siéntese honda tristeza. Ni una maceta en las ventanas, ni el más ligero adorno en las fachadas, nada, en fin, que denote algún sentido del arte, alguna aspiración a la comodidad y al confort. Bien se echa de ver, cuando se traspasa el umbral de tan mezquinas viviendas, que los campesinos que las habitan gimen condenados a una existencia dura, sin otra preocupación que la de procurarse, a costa de rudas fatigas, el cotidiano y fragilísimo sustento.
Desgraciadamente, no es mi pueblo una excepción de la regla, así viven también, con leves diferencias, la inmensa mayoría de nuestros aldeanos. Su ignorancia es fruto de su pobreza. Para ellos no existen los placeres intelectuales que tan agradable hacen la vida y cuya brevedad compensan.
Diré, pues, que a mi llegada fui recibido con grandes agasajos por el ecónomo, a quien el párroco, sabedor de mi visita, habíame recomendado. Fina y generosa hospitalidad dispensáronme también diversas personas, particularmente algunos ancianos que se acordaban de mi padre, con quién me encontraban sorprendente parecido. Complacíanse todos en mostrarme su buena voluntad y en colmarme de agasajos que yo agradecí cordialmente. Y para hacer agradable mi breve estancia allí, concertáronse algunas giras campestres. Recuerdo entre ellas: la exploración de las ruinas del vetusto castillo; la gira a los seculares bosques de la vecina sierra, y la visita a la modesta ermita, situada a corta distancia del pueblo, tenida en grán devoción, y en cuyas inmediaciones se extiende florido y deleitoso oasis, donde hubimos de reconfortarnos con suculenta y bién servida merienda. Mostráronme también la humilde casa en que nací, fábrica ruinosa casi abandonada, albergue hoy de gente pordiosera y trashumante. Algunas ancianas del lugar, que se ufanaban bondadosamente de haberme tenido en sus brazos, recordáronme la robustez de mis primeros meses, la incansable laboriosidad de mi madre y las hazañas quirúrgicas y cinegéticas de mi padre, cuya fama duraba todavía.
Al despedirme de los rudos pero honrados montañeses, mis paisanos, oprimióseme el corazón: había satisfecho un anhelo de mi alma, pero llevábame una gran tristeza. Cierta voz secreta me decía que no volvería más por aquellos lugares; que aquella decoración romántica que acarició mis ojos y mi cerebro al abrirse por primera vez al espectáculo del mundo, no impresionaría nuevamente mi retina; que aquellas manos de ancianos, ennoblecidas con los honrosos callos del trabajo, no volverían a ser estrechadas con efusión entre las mías.

F I N

FSA.


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