RECOPILACIÓN DE LEYENDAS-3
¡Socorro!... ¡A mí!... ¡Favor!... ¡Socorro!... -gritó doña Margarita, hasta quedar desvanecida en los brazos de Alvar.
Estos gritos fueron apagados por el ruido estruendoso del combate que comenzaba a entablarse en las murallas, las voces de alarma de los centinelas y los ayes de los moribundos.
Preocupado Alvar con sus amores, tenía descuidada la vigilancia de las defensas a él encomendadas. Todos los asaltos se habían dirigido hasta entonces hacia la parte sur, siendo rechazados con denuedo por la gente de Men Rodríguez. Aquella noche los sitiadores asaltaron la villa por dos puntos a la vez; pero los de la puerta sur fueron rechazados nuevamente. La escasa vigilancia favoreció los planes de los asaltantes de la parte norte; éstos sorprendieron a un centinela dormido y no se apercibió del escalo que se verificó en un punto próximo. Protegidos por las sombras de la noche subieron a la muralla buen golpe de la gente del maestre, dando muerte al centinela en el momento en que Alvar declaraba su pasión a doña Margarita. La campana del castillo empezó a tocar alarma, y Men Rodríguez acudió con el fin de proteger a su señora, penetrando en la cámara en ocasión que Alvar, sosteniéndola en sus brazos, trataba de ganar el subterráneo que conducía a las márgenes del río, donde tenía dispuesto su caballo para la fuga, llegando a sus oídos las voces de la dama pidiendo socorro. Men Rodríguez creyó al pronto que los enemigos habían penetrado en la fortaleza, mas al conocer a Alvar se lanzó contra él y, cortándole el paso, le dijo:
- ¿De este modo defiendes la villa?. ¿Así cumples la misión que te encomendaron?. Atrás, mal caballero; defiéndete si no quieres morir como un perro.
-Dejadme pasar, buen anciano, no me obliguéis a tener que mataros.
-O te defiendes o te atravieso con mi espada. Presto, que por tu culpa entró el enemigo en la villa y hago falta en otra parte.
-Puesto que lo quieres, sea - dijo Alvar -. Y dejando a la Narbona con cuidado sobre el lecho, desenvainó su acero, poniéndose en guardia.
La lucha fue rápida. Alvar, más fuerte, más joven, más ágil, atravesó el pecho del alcaide con su espada a poco de comenzar el encuentro. Éste abrió los brazos y cayó pausadamente sobre el pavimento; pero, aunque débilmente, pronunció las siguientes palabras, que llegaron como un eco fúnebre a los oídos de Alvar:
-Que Dios castigue su culpa como se merece.
Por fin tomó una resolución, y dirigiéndose donde estaba la dama, la cogió suavemente entre sus brazos. Ésta, en aquel momento, volvió de su desmayo, y dándose cuenta de la situación, arrancó la daga que Alvar llevaba al cinto y rápidamente se la hundió en el cuello, al propio tiempo que empezó a pedir socorro nuevamente a grandes voces.
Nuñez de Castro vaciló al sentirse herido; doña Margarita se desprendió de sus brazos y con veloz carrera ganó la salida de la cámara. Al verse herido, y temeroso de caer en poder de los defensores del castillo, cuyos pasos percibía ya en las habitaciones contiguas, se precipitó por la puerta secreta que conducía al subterráneo, no sin antes dejarla cerrada para evitar la persecución. Arrastrándose con gran trabajo llegó hasta donde estaba su caballo. A duras penas pudo subir al arzón, y favorecido por la oscuridad de la noche, se dirigió hacia la parte del naciente por ver si lograba llegar a la fortaleza que los templarios tenían en Abadía, donde pensaba refugiarse.
El noble bruto caminó guiado por su instinto en la dirección indicada, pues Alvar no tenía fuerzas para hacerlo. Al llegar cerca de Abadía encaminó sus pasos hacia la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles, que existía en el mismo lugar que hoy ocupa el convento, atraído sin duda, por la luz de una lámpara que alumbraba la imagen. (En el mismo lugar donde existió, desde tiempos remotos, la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles, cerca de Abadía o Sotofermoso, se alzó en 1609 el convento de PP. Franciscanos, perteneciente a los Benitos de Alcántara, llamado de Nuestra Señora de la Bienparada, ya convertido en ruinas, aunque conserva egregios escudos, portadas y claustro que nos recuerdan su pasada grandeza. Su máximo esplendor coincidió con el siglo XVII.
Amanecía el día cuando caballero y caballo llegaron al portalón del Santuario, a cuyo servicio se hallaba un anciano anacoreta. El caballo golpeó con sus férreos cascos la puerta; el ermitaño se despertó y, abriendo un ventanillo, preguntó:
- ¿Quién llama a estas horas?...
-Abrid, hermano; soy un caballero gravemente herido que pide asilo y confesión -dijo Alvar, con angustia.
El cenobita, en cuyo venerable semblante se retrataba la bondad de su alma, se apresuró a salir, y ayudando al herido a desmontarse, lo colocó en su camastro, quedando desvanecido a causa de la mucha sangre que había perdido. Una vez que recobró el conocimiento con los auxilios del monje, éste le preguntó:
- ¿Quién sois?...
-Soy un pobre pecador que, arrepentido de sus culpas, os pide que lo absolváis de sus pecados. Estoy gravemente herido, he perdido mucha sangre y me siento desfallecer; no quisiera morir sin antes haber confesado mis culpas. Tan enormes son, que temo que Dios me niegue su perdón.
-No desmayéis, confiad en la misericordia divina.
Alvar hizo al monje confesión de sus pecados refiriéndole la detallada historia que antecede, y le rogó que a su fallecimiento, que lo presentía próximo, su cuerpo fuera enterrado junto al ara de la ermita, para que el sacerdote oficiante pisara sobre su cuerpo.
-Otro ruego tengo que haceros -continuó Alvar.
-Ya os escucho -contestó el anciano.
-Si curo de mi herida, quiero acabar mis días retirado del mundo, consagrando a Dios el resto de mi vida, por ver si consigo su perdón. Para ello dedicaré todos mis bienes a la fundación de un monasterio en este mismo lugar. Pero como temo que Dios no me conceda la vida necesaria para llevar a término mi obra, en este caso dejaré escrita esta última voluntad, de cuyo cumplimiento quedaréis vos encargado. Deseo que esta pobre ermita se convierta en un templo suntuoso, y que una comunidad de religiosos se encargue del culto. Cuando ocurra mi muerte, hallaréis en mi escarcela una cajita de madera, la cual os ruego depositéis en mi tumba. Contiene una reliquia que heredé de mi madre, y no quiero separarme de ella.
¡Socorro!... ¡A mí!... ¡Favor!... ¡Socorro!... -gritó doña Margarita, hasta quedar desvanecida en los brazos de Alvar.
Estos gritos fueron apagados por el ruido estruendoso del combate que comenzaba a entablarse en las murallas, las voces de alarma de los centinelas y los ayes de los moribundos.
Preocupado Alvar con sus amores, tenía descuidada la vigilancia de las defensas a él encomendadas. Todos los asaltos se habían dirigido hasta entonces hacia la parte sur, siendo rechazados con denuedo por la gente de Men Rodríguez. Aquella noche los sitiadores asaltaron la villa por dos puntos a la vez; pero los de la puerta sur fueron rechazados nuevamente. La escasa vigilancia favoreció los planes de los asaltantes de la parte norte; éstos sorprendieron a un centinela dormido y no se apercibió del escalo que se verificó en un punto próximo. Protegidos por las sombras de la noche subieron a la muralla buen golpe de la gente del maestre, dando muerte al centinela en el momento en que Alvar declaraba su pasión a doña Margarita. La campana del castillo empezó a tocar alarma, y Men Rodríguez acudió con el fin de proteger a su señora, penetrando en la cámara en ocasión que Alvar, sosteniéndola en sus brazos, trataba de ganar el subterráneo que conducía a las márgenes del río, donde tenía dispuesto su caballo para la fuga, llegando a sus oídos las voces de la dama pidiendo socorro. Men Rodríguez creyó al pronto que los enemigos habían penetrado en la fortaleza, mas al conocer a Alvar se lanzó contra él y, cortándole el paso, le dijo:
- ¿De este modo defiendes la villa?. ¿Así cumples la misión que te encomendaron?. Atrás, mal caballero; defiéndete si no quieres morir como un perro.
-Dejadme pasar, buen anciano, no me obliguéis a tener que mataros.
-O te defiendes o te atravieso con mi espada. Presto, que por tu culpa entró el enemigo en la villa y hago falta en otra parte.
-Puesto que lo quieres, sea - dijo Alvar -. Y dejando a la Narbona con cuidado sobre el lecho, desenvainó su acero, poniéndose en guardia.
La lucha fue rápida. Alvar, más fuerte, más joven, más ágil, atravesó el pecho del alcaide con su espada a poco de comenzar el encuentro. Éste abrió los brazos y cayó pausadamente sobre el pavimento; pero, aunque débilmente, pronunció las siguientes palabras, que llegaron como un eco fúnebre a los oídos de Alvar:
-Que Dios castigue su culpa como se merece.
Por fin tomó una resolución, y dirigiéndose donde estaba la dama, la cogió suavemente entre sus brazos. Ésta, en aquel momento, volvió de su desmayo, y dándose cuenta de la situación, arrancó la daga que Alvar llevaba al cinto y rápidamente se la hundió en el cuello, al propio tiempo que empezó a pedir socorro nuevamente a grandes voces.
Nuñez de Castro vaciló al sentirse herido; doña Margarita se desprendió de sus brazos y con veloz carrera ganó la salida de la cámara. Al verse herido, y temeroso de caer en poder de los defensores del castillo, cuyos pasos percibía ya en las habitaciones contiguas, se precipitó por la puerta secreta que conducía al subterráneo, no sin antes dejarla cerrada para evitar la persecución. Arrastrándose con gran trabajo llegó hasta donde estaba su caballo. A duras penas pudo subir al arzón, y favorecido por la oscuridad de la noche, se dirigió hacia la parte del naciente por ver si lograba llegar a la fortaleza que los templarios tenían en Abadía, donde pensaba refugiarse.
El noble bruto caminó guiado por su instinto en la dirección indicada, pues Alvar no tenía fuerzas para hacerlo. Al llegar cerca de Abadía encaminó sus pasos hacia la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles, que existía en el mismo lugar que hoy ocupa el convento, atraído sin duda, por la luz de una lámpara que alumbraba la imagen. (En el mismo lugar donde existió, desde tiempos remotos, la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles, cerca de Abadía o Sotofermoso, se alzó en 1609 el convento de PP. Franciscanos, perteneciente a los Benitos de Alcántara, llamado de Nuestra Señora de la Bienparada, ya convertido en ruinas, aunque conserva egregios escudos, portadas y claustro que nos recuerdan su pasada grandeza. Su máximo esplendor coincidió con el siglo XVII.
Amanecía el día cuando caballero y caballo llegaron al portalón del Santuario, a cuyo servicio se hallaba un anciano anacoreta. El caballo golpeó con sus férreos cascos la puerta; el ermitaño se despertó y, abriendo un ventanillo, preguntó:
- ¿Quién llama a estas horas?...
-Abrid, hermano; soy un caballero gravemente herido que pide asilo y confesión -dijo Alvar, con angustia.
El cenobita, en cuyo venerable semblante se retrataba la bondad de su alma, se apresuró a salir, y ayudando al herido a desmontarse, lo colocó en su camastro, quedando desvanecido a causa de la mucha sangre que había perdido. Una vez que recobró el conocimiento con los auxilios del monje, éste le preguntó:
- ¿Quién sois?...
-Soy un pobre pecador que, arrepentido de sus culpas, os pide que lo absolváis de sus pecados. Estoy gravemente herido, he perdido mucha sangre y me siento desfallecer; no quisiera morir sin antes haber confesado mis culpas. Tan enormes son, que temo que Dios me niegue su perdón.
-No desmayéis, confiad en la misericordia divina.
Alvar hizo al monje confesión de sus pecados refiriéndole la detallada historia que antecede, y le rogó que a su fallecimiento, que lo presentía próximo, su cuerpo fuera enterrado junto al ara de la ermita, para que el sacerdote oficiante pisara sobre su cuerpo.
-Otro ruego tengo que haceros -continuó Alvar.
-Ya os escucho -contestó el anciano.
-Si curo de mi herida, quiero acabar mis días retirado del mundo, consagrando a Dios el resto de mi vida, por ver si consigo su perdón. Para ello dedicaré todos mis bienes a la fundación de un monasterio en este mismo lugar. Pero como temo que Dios no me conceda la vida necesaria para llevar a término mi obra, en este caso dejaré escrita esta última voluntad, de cuyo cumplimiento quedaréis vos encargado. Deseo que esta pobre ermita se convierta en un templo suntuoso, y que una comunidad de religiosos se encargue del culto. Cuando ocurra mi muerte, hallaréis en mi escarcela una cajita de madera, la cual os ruego depositéis en mi tumba. Contiene una reliquia que heredé de mi madre, y no quiero separarme de ella.