A LA VIRGEN DE LA MONTAÑA
Por Rufino Delgado Fernández
Oh dulce Madre mía,
Virgen de la Montaña!,
luz que ilumina todo,
fuente de Eterna Gracia.
Parábola divina
que infunde en tus entrañas
al Redentor del mundo,
¡María Inmaculada!
La albura de tu velo
florece en luna clara,
los lirios y azucenas
de esencias se embriagan.
El viento se hace brisa
de mayo perfumada,
la estela de tu aliento
la llena de fragancia.
¡Sintió, Madre divina,
la floración humana
el cáliz de tu vientre
por la Sublime Gracia!
Llegado el fausto instante,
la noche se hizo gala;
el cielo refulgía
como una iluminaria.
Belén, ascua de oro;
platino, sus montañas;
el Portal y el Pesebre
aljófares y nácar.
¡La luna era tan tenue
como una Hostia Sagrada!
Tu Hijo, Luz de Amores,
sonrisas prodigaba.
Espejos de tus ojos
llenábanse de lágrimas.
De lágrimas vertidas
por goces de tu alma.
La conmoción del mundo
de luz se iluminaba.
Yo amé, mi dulce Madre,
todo lo que se ama.
Amaba de la vida
la juvenil pujanza,
que ni señala límites,
ni de subir se sacia,
ni de lograr la altura
de locas esperanzas.
¿Qué fueron de mis sueños
colmados por mis ansias,
del esfuerzo perdido
en mis quimeras vanas?
Y amé también al hombre:
porque el amor me llama
a derramarme todo
como las limpias aguas.
¿Qué importa que el camino
nos punce con sus llagas,
si de la flor vertida
nos llega su fragancia?
Y amé todos tus campos
henchidos de nostalgias,
y el rumor infinito
de su eterna plegaria.
Las voces de sus vidas
llenas de resonancia,
tan pausadas, tan dulces,
tan íntimas y vagas,
invaden los sentidos.
Sus latidos, la savia
de todas las edades
que por la vida pasan.
Su universal sonido
todos los seres aman;
es el lenguaje eterno
que comunica al alma...
Y amé todas tus aves,
las que a la vida cantan.
Las que habitan las frondas
de ciudades aladas.
Las que se elevan siempre
cual brújulas que marcan
el camino ascendente
a tu Mansión sagrada.
Y amé también tus valles
de dulces lontananzas;
tus cumbres encendidas,
tus fuentes dilatadas,
que van siempre pasando
como las vidas pasan.
Y pasaré algún día
el puente que separa
lo material que quiebra
con la pureza alada
que eleva a lo infinito
de tu Sublime Gracia.
¡Oh dulce Madre mía,
Virgen de la Montaña!
Fui gota de la noche
que a otra gota juntara
para formar mi río
y allá en el mar dejarlas.
Cuatro perlas de amores
a su vivir me enlazan;
cuatro astros luminosos,
cuatro gacelas blancas,
cuatro flores de armiño,
cuatro cumbres nevadas.
Protégelas, Señora,
ampárenlas tus alas,
consérvamelas limpias,
¡María Inmaculada!
Y a mí dame la dicha
del perdón, con tu gracia,
para gozo en mi vida
y luz en mi esperanza
de unirnos nuevamente
en tu Mansión sagrada
Por Rufino Delgado Fernández
Oh dulce Madre mía,
Virgen de la Montaña!,
luz que ilumina todo,
fuente de Eterna Gracia.
Parábola divina
que infunde en tus entrañas
al Redentor del mundo,
¡María Inmaculada!
La albura de tu velo
florece en luna clara,
los lirios y azucenas
de esencias se embriagan.
El viento se hace brisa
de mayo perfumada,
la estela de tu aliento
la llena de fragancia.
¡Sintió, Madre divina,
la floración humana
el cáliz de tu vientre
por la Sublime Gracia!
Llegado el fausto instante,
la noche se hizo gala;
el cielo refulgía
como una iluminaria.
Belén, ascua de oro;
platino, sus montañas;
el Portal y el Pesebre
aljófares y nácar.
¡La luna era tan tenue
como una Hostia Sagrada!
Tu Hijo, Luz de Amores,
sonrisas prodigaba.
Espejos de tus ojos
llenábanse de lágrimas.
De lágrimas vertidas
por goces de tu alma.
La conmoción del mundo
de luz se iluminaba.
Yo amé, mi dulce Madre,
todo lo que se ama.
Amaba de la vida
la juvenil pujanza,
que ni señala límites,
ni de subir se sacia,
ni de lograr la altura
de locas esperanzas.
¿Qué fueron de mis sueños
colmados por mis ansias,
del esfuerzo perdido
en mis quimeras vanas?
Y amé también al hombre:
porque el amor me llama
a derramarme todo
como las limpias aguas.
¿Qué importa que el camino
nos punce con sus llagas,
si de la flor vertida
nos llega su fragancia?
Y amé todos tus campos
henchidos de nostalgias,
y el rumor infinito
de su eterna plegaria.
Las voces de sus vidas
llenas de resonancia,
tan pausadas, tan dulces,
tan íntimas y vagas,
invaden los sentidos.
Sus latidos, la savia
de todas las edades
que por la vida pasan.
Su universal sonido
todos los seres aman;
es el lenguaje eterno
que comunica al alma...
Y amé todas tus aves,
las que a la vida cantan.
Las que habitan las frondas
de ciudades aladas.
Las que se elevan siempre
cual brújulas que marcan
el camino ascendente
a tu Mansión sagrada.
Y amé también tus valles
de dulces lontananzas;
tus cumbres encendidas,
tus fuentes dilatadas,
que van siempre pasando
como las vidas pasan.
Y pasaré algún día
el puente que separa
lo material que quiebra
con la pureza alada
que eleva a lo infinito
de tu Sublime Gracia.
¡Oh dulce Madre mía,
Virgen de la Montaña!
Fui gota de la noche
que a otra gota juntara
para formar mi río
y allá en el mar dejarlas.
Cuatro perlas de amores
a su vivir me enlazan;
cuatro astros luminosos,
cuatro gacelas blancas,
cuatro flores de armiño,
cuatro cumbres nevadas.
Protégelas, Señora,
ampárenlas tus alas,
consérvamelas limpias,
¡María Inmaculada!
Y a mí dame la dicha
del perdón, con tu gracia,
para gozo en mi vida
y luz en mi esperanza
de unirnos nuevamente
en tu Mansión sagrada