Los que entienden de esto dicen que una andada en un encierro se puede saber, más o menos, cómo empieza, pero jamás, o a duras penas, cómo y dónde y con quién termina. Los que saben dicen que lo mismo te da el don de lenguas, que te vas al garete con Robinson Crusoe o acabas en extramuros, lejos, con un morao que no vas a ver nunca. Oíamos entusiasmados la enormidad y formábamos intención de hacer algo parecido cuando fuéramos mayores, como formábamos intención de hacernos kilikis o zaldikos maldikos, pero para siempre, para siempre, y de echarnos una orca de ajos al cuello y de correr el encierro en las astas y nada más que en las astas y de llevar un mono al hombro casi de por vida y de comprarnos un bombo para nosotros solos, para aporrearlo sin descanso ni misericordia. Luego pasa lo que pasa, que hemos sido mayores y casi no hemos sido otra cosa que mayores, y nos hemos quedado con lade tantas cosas y no servimos más que para filosofar y calentarnos la cabeza. Así con todo. Eso lo vio muy bien don Ernesto, el inevitable, a quien la fiesta revisitada le hizo arrancarse por filosofías sobre le tempus fugit y el polvus eris y demás amenidades de ésas en las que en sanfermines no piensa nadie porque igual las fiestas están para eso, para no pensar en que un año detrás de otro los clarines de la ciudad, con su vibrante saludo, tallan una hosca más en el calendario del alma.
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