Con el debido respeto y con un enorme cariño quiero hacer referencia a esos entrañables, y desgraciadamente demasiado numerosos, personajes que conocimos en nuestra infancia o juventud. La mayoría de ellos ya no están con nosotros, razón por la que recalco el respeto y acreciento el cariño.
A todos nos hicieron reír y, desgraciadamente, a algunos llorar, personas como Felipe, que cruzaba la calle desde casa de su madre hasta la de Obdulia o la mía, donde mi padre hacía la distribución de la correspondencia para ir a repartirla. Alguna vez llegó a hacer parar al coche de línea que venía de Zamora. Yo casi no me acuerdo de él, a pesar de ser vecinos, pero al que si recuerdo bastante es a Esteban, el de Inmaculada.
Siempre con una baraja en la mano canturreando por la calle o tocando, con aquellas trompetas de plástico que le compraban, alguna canción de Manolo Escobar. Todos los días iba a comprar el pan para Esther, Humi y para las vecinas que le pillaban de camino, pero con una condición: no le valía cualquier serillo, tenía que tener asas de plástico rígido para poder ir haciendo música con ellas toda la calle adelante.
Tenía un lenguaje tan particular que, por ejemplo a Eugenio, el chocolatero, lo llamaba “Ifniiii”. De las carcajadas que soltaba, no os cuento, sobre todo cuando le hacía alguna trastada a alguien. Por ejemplo a mi padre, que tenía que llevar el estiércol que sacaba de las pocilgas hasta el estercolero de la era de mi abuelo. Lo llevaba en el carretillo y cuando pasaba por el badén, se paraba a saludar los que estaban sentados, de conversación, en los pasones de Juan Antonio. En cuanto mi padre se descuidaba le cogía el carretillo, se lo volcaba y le tocaba recoger, otra vez, el estiércol, mientrás Esteban se partía de risa. A más de un parroquiano que vivía en la calle Larga, lo tenía acobardado, porque el pobre no medía su fuerza y soltaba algún manotazo con cariño, pero del que mata.
Lo que más le envenenaba era ver a Jesús, el de “Inacia”, que hacía como si fuera a subir a un poste de la luz. Solo con verle hacer el ademán de subir, marchaba que ahumaba para casa.
En Salamanca conocí a otro personaje también muy entrañable, que vivía en los Pizarrales y que solía ir por los bares de Garrido dónde, alguna vez, le invitaban a algún vinico, y la mayoría de las veces, a un vaso de leche. Si hay algún oído muy casto que se salte este par de líneas, pero tengo que decir que era famoso por lo enorme que tenía la punta de la barriga. Lo llamábamos, porque ya falleció, El Use (de Eusebio, supongo) y era muy querido por todos los sitios que visitaba. Tendría más de una manía, pero lo que más le llevaba los demonios era que cogieras una servilleta de la barra del bar, la mojaras, con la lengua, por una esquina y la pegaras en la puerta del bar. Salía de allí rabiando y rezungando y no paraba hasta llegar a casa. Por lo visto alguien, alguna vez, le había gastado una broma diciéndole que esa servilleta era su esquela mortuoria y el pobre le cogió pánico.
Con una minusvalía física, también conocí a una de las personas más queridas de toda Salamanca: Juanjo. Tenía un bar en el barrio Garrido que atendía a pesar de tener el lado derecho atrofiado desde su nacimiento. La mano derecha apenas le sobresalía de la barriga y la pierna del mismo lado le tenía en pie aunque fuera a base de unos cuantos vinos y copas.
A llevar el negocio le ayudó, hasta que falleció, una mujer que yo no conocí, pero que debió tener un gran corazón, a juego con el de Juanjo. Mientras tuvo el bar, cerraba todos los miércoles para que no le faltaran unas flores.
Tenía una boca como un carretero, sobre todo si le pedías que te sirviera alguna consumición:
-Ponme un botellín, Juanjo.
-Vete a tomar por culo, me cago en D... Póntelo tú, si quieres.
Eran voces de intimidación para cualquiera que fuera a su bar por primera vez, pero para los que ya le conocíamos, eran como el saludo protocolario.
Por su impedimento físico, sólo atendía la plancha, así que sólo abría, por la mañana hasta la hora de comer y por la tarde a partir de las 7. Como no encendía la cafetera, aprovechaba para echarse una siesta de pijama y orinal. Durante algunos meses, yo esperaba a que abriera por la tarde, dando un paseo por su puerta. De repente doblaba la esquina, todo repeinado y arreglado y me saludaba con alguna barbaridad.
Nada más abrir se iba a cambiar mientras yo echaba un vistazo al local. Era una casa antigua, que terminó por asolar el boom inmobiliario. Para entrar, había que bajar dos peldaños en uno de los cuales afilaba el cuchillo cuando se le cegaba el filo. En el medio, una estufa de hierro fundido con cuatro patas que la separaban del suelo y con humero y todo. Cerca, quizá demasiado cerca de ella, andaba un gato que, de un día para otro, apareció con el espinazo medio doblado, como si fuera de plástico y hubiera dormido entre las patas de la estufa.
Con un chandal azul, casi de Adidas porque ya se le había descosido una de las tres bandas, traspasaba Juanjo, con precisión milimétrica, el umbral de la puerta que daba acceso a la casa, donde se ponía el traje de faena. Era una puerta alta y estrecha, con dos hojas, una de las cuales estaba casi siempre cerrada. Con su gran tamaño y su, no menos importante cojera, era digno de ver el quiebro que hacía para no llevársela por delante, sobre todo cuando andaba por la calle el butanero, golpeando las bombonas, y a Juanjo se le había terminado la de la plancha. Volaba, cargando con la bombona, para no quedarse sin gas.
Pero para gas, el que se metía nada más entrar detrás de la barra. Se ponía al pico un vaso entero, tamaño cubata, lleno de gaseosa de naranja y hasta que no lo acababa, no paraba. Con los ojos enrojecidos de tanta burbuja, no soltaba ni un leve eructo de buen provecho. Nada, t’ol chorizo p’a Simón.
Como ya he dicho, Juanjo sólo atendía la plancha. Cada cliente se servía las charras (vino servido en vaso de caña, en vez de en vaso de chato) o los botellines que le admitía el cuerpo y encargaba a Juanjo la panceta o las gambas que le apetecieran. Él se acercaba a la plancha con el plato de duralex en su mano izquierda, le echaba un vistazo y, por si acaso, le sacaba un poco más de brillo, pasándolo por la parte del chandal azul que cubría su nalga sana. Con la mano derecha mucho más corta de lo normal, agarraba la espátula y arrimándose a la plancha todo lo que le permitía su barriga, vertía las gambas o la panceta en el plato con un arte que daba gusto verlo.
A la hora de pagar, echaba mano de un lapicero que había estado viajando toda la tarde encima de su oreja y te hacía la cuenta en algún hueco, sin pintar, de la barra de madera. Solo entonces servía, a los amigos, una ronda siempre y cuando fuera de vino porque si era de cerveza, había que ir a buscarla a la cámara, como siempre. En cada ronda de vino que invitaba, encontraba una disculpa para pegarse un lingotazo de aguardiente que no lo saltaba un gitano. Cuando cerraba el bar, subía todas las noches al bar Ecuador, a trasnochar con los amigos, poniendo mucho cuidado en invitar a todos las cuadrillas de conocidos que encontraba en los bares del camino.
Cuando el negocio del ladrillo dio al traste con el suyo, se metió a vender cupones en la ONCE y sé que, tras un paso por Ceuta o Melilla, lo trasladaron a la zona de Bermillo, de donde llegaban rumores acerca de algún corazón de viuda roto por la bonhomía de Juanjo.
¡Larga vida!
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A todos nos hicieron reír y, desgraciadamente, a algunos llorar, personas como Felipe, que cruzaba la calle desde casa de su madre hasta la de Obdulia o la mía, donde mi padre hacía la distribución de la correspondencia para ir a repartirla. Alguna vez llegó a hacer parar al coche de línea que venía de Zamora. Yo casi no me acuerdo de él, a pesar de ser vecinos, pero al que si recuerdo bastante es a Esteban, el de Inmaculada.
Siempre con una baraja en la mano canturreando por la calle o tocando, con aquellas trompetas de plástico que le compraban, alguna canción de Manolo Escobar. Todos los días iba a comprar el pan para Esther, Humi y para las vecinas que le pillaban de camino, pero con una condición: no le valía cualquier serillo, tenía que tener asas de plástico rígido para poder ir haciendo música con ellas toda la calle adelante.
Tenía un lenguaje tan particular que, por ejemplo a Eugenio, el chocolatero, lo llamaba “Ifniiii”. De las carcajadas que soltaba, no os cuento, sobre todo cuando le hacía alguna trastada a alguien. Por ejemplo a mi padre, que tenía que llevar el estiércol que sacaba de las pocilgas hasta el estercolero de la era de mi abuelo. Lo llevaba en el carretillo y cuando pasaba por el badén, se paraba a saludar los que estaban sentados, de conversación, en los pasones de Juan Antonio. En cuanto mi padre se descuidaba le cogía el carretillo, se lo volcaba y le tocaba recoger, otra vez, el estiércol, mientrás Esteban se partía de risa. A más de un parroquiano que vivía en la calle Larga, lo tenía acobardado, porque el pobre no medía su fuerza y soltaba algún manotazo con cariño, pero del que mata.
Lo que más le envenenaba era ver a Jesús, el de “Inacia”, que hacía como si fuera a subir a un poste de la luz. Solo con verle hacer el ademán de subir, marchaba que ahumaba para casa.
En Salamanca conocí a otro personaje también muy entrañable, que vivía en los Pizarrales y que solía ir por los bares de Garrido dónde, alguna vez, le invitaban a algún vinico, y la mayoría de las veces, a un vaso de leche. Si hay algún oído muy casto que se salte este par de líneas, pero tengo que decir que era famoso por lo enorme que tenía la punta de la barriga. Lo llamábamos, porque ya falleció, El Use (de Eusebio, supongo) y era muy querido por todos los sitios que visitaba. Tendría más de una manía, pero lo que más le llevaba los demonios era que cogieras una servilleta de la barra del bar, la mojaras, con la lengua, por una esquina y la pegaras en la puerta del bar. Salía de allí rabiando y rezungando y no paraba hasta llegar a casa. Por lo visto alguien, alguna vez, le había gastado una broma diciéndole que esa servilleta era su esquela mortuoria y el pobre le cogió pánico.
Con una minusvalía física, también conocí a una de las personas más queridas de toda Salamanca: Juanjo. Tenía un bar en el barrio Garrido que atendía a pesar de tener el lado derecho atrofiado desde su nacimiento. La mano derecha apenas le sobresalía de la barriga y la pierna del mismo lado le tenía en pie aunque fuera a base de unos cuantos vinos y copas.
A llevar el negocio le ayudó, hasta que falleció, una mujer que yo no conocí, pero que debió tener un gran corazón, a juego con el de Juanjo. Mientras tuvo el bar, cerraba todos los miércoles para que no le faltaran unas flores.
Tenía una boca como un carretero, sobre todo si le pedías que te sirviera alguna consumición:
-Ponme un botellín, Juanjo.
-Vete a tomar por culo, me cago en D... Póntelo tú, si quieres.
Eran voces de intimidación para cualquiera que fuera a su bar por primera vez, pero para los que ya le conocíamos, eran como el saludo protocolario.
Por su impedimento físico, sólo atendía la plancha, así que sólo abría, por la mañana hasta la hora de comer y por la tarde a partir de las 7. Como no encendía la cafetera, aprovechaba para echarse una siesta de pijama y orinal. Durante algunos meses, yo esperaba a que abriera por la tarde, dando un paseo por su puerta. De repente doblaba la esquina, todo repeinado y arreglado y me saludaba con alguna barbaridad.
Nada más abrir se iba a cambiar mientras yo echaba un vistazo al local. Era una casa antigua, que terminó por asolar el boom inmobiliario. Para entrar, había que bajar dos peldaños en uno de los cuales afilaba el cuchillo cuando se le cegaba el filo. En el medio, una estufa de hierro fundido con cuatro patas que la separaban del suelo y con humero y todo. Cerca, quizá demasiado cerca de ella, andaba un gato que, de un día para otro, apareció con el espinazo medio doblado, como si fuera de plástico y hubiera dormido entre las patas de la estufa.
Con un chandal azul, casi de Adidas porque ya se le había descosido una de las tres bandas, traspasaba Juanjo, con precisión milimétrica, el umbral de la puerta que daba acceso a la casa, donde se ponía el traje de faena. Era una puerta alta y estrecha, con dos hojas, una de las cuales estaba casi siempre cerrada. Con su gran tamaño y su, no menos importante cojera, era digno de ver el quiebro que hacía para no llevársela por delante, sobre todo cuando andaba por la calle el butanero, golpeando las bombonas, y a Juanjo se le había terminado la de la plancha. Volaba, cargando con la bombona, para no quedarse sin gas.
Pero para gas, el que se metía nada más entrar detrás de la barra. Se ponía al pico un vaso entero, tamaño cubata, lleno de gaseosa de naranja y hasta que no lo acababa, no paraba. Con los ojos enrojecidos de tanta burbuja, no soltaba ni un leve eructo de buen provecho. Nada, t’ol chorizo p’a Simón.
Como ya he dicho, Juanjo sólo atendía la plancha. Cada cliente se servía las charras (vino servido en vaso de caña, en vez de en vaso de chato) o los botellines que le admitía el cuerpo y encargaba a Juanjo la panceta o las gambas que le apetecieran. Él se acercaba a la plancha con el plato de duralex en su mano izquierda, le echaba un vistazo y, por si acaso, le sacaba un poco más de brillo, pasándolo por la parte del chandal azul que cubría su nalga sana. Con la mano derecha mucho más corta de lo normal, agarraba la espátula y arrimándose a la plancha todo lo que le permitía su barriga, vertía las gambas o la panceta en el plato con un arte que daba gusto verlo.
A la hora de pagar, echaba mano de un lapicero que había estado viajando toda la tarde encima de su oreja y te hacía la cuenta en algún hueco, sin pintar, de la barra de madera. Solo entonces servía, a los amigos, una ronda siempre y cuando fuera de vino porque si era de cerveza, había que ir a buscarla a la cámara, como siempre. En cada ronda de vino que invitaba, encontraba una disculpa para pegarse un lingotazo de aguardiente que no lo saltaba un gitano. Cuando cerraba el bar, subía todas las noches al bar Ecuador, a trasnochar con los amigos, poniendo mucho cuidado en invitar a todos las cuadrillas de conocidos que encontraba en los bares del camino.
Cuando el negocio del ladrillo dio al traste con el suyo, se metió a vender cupones en la ONCE y sé que, tras un paso por Ceuta o Melilla, lo trasladaron a la zona de Bermillo, de donde llegaban rumores acerca de algún corazón de viuda roto por la bonhomía de Juanjo.
¡Larga vida!
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