Después de comer, yo merodeaba por la cocina, recogiendo el plato, cuando llegó, de las clases matinales, Iván, que se disponía a calentar su ración. Mientras, Peláez arrebañaba, que daba gusto verlo, un tarabanco de espinazo como un templario de grande. Estaba disfrutándolo más que un perro debajo la escalera, dándole una vuelta tras otra y pensando si vendría de Malva o de Villaveza, porque de su pueblo no le sonaba mucho. Para salir de dudas, se le ocurrió preguntar por su procedencia:
- ¿De quién es este hueso?
-De la vecina del quinto, que se murió el otro día, contestó Iván.
-Me cago en D..., ya me jodió el cocido, dijo Peláez tirando el hueso al caldero de la basura con los ojos inyectados en sangre y con los dientes apretados, sin duda, para sujetar la arcada que le venía.
- ¿De quién es este hueso?
-De la vecina del quinto, que se murió el otro día, contestó Iván.
-Me cago en D..., ya me jodió el cocido, dijo Peláez tirando el hueso al caldero de la basura con los ojos inyectados en sangre y con los dientes apretados, sin duda, para sujetar la arcada que le venía.