Ese mismo verano de marras, entre alguna de las partidas de tute, de chamelo o garrafina que celebrábamos en el Club Social de La Pacheca, nos vino a ocurrir lo que nadie puede remediar por nosotros: un apretón de muchos kilopondios.
Como aquellos eran tiempos de disfrutar de la libertad recién estrenada más que de tirar de las cadenas, de tirar de pantalón en cuclillas, más que de apoltronarse en una taza, nos fuimos a aliviar al cobijo de un portal hondo que había bajo la escalera de la casa de Plácido, deseando que nuestra tripa, cuanto antes, hiciera honor a tal nombre. Los chacineros encargados de embutir, éramos Alfredo y yo que, muy atentos a que la tripa no cogiera aire, no nos preocupaba otra cosa que no esperriarnos con la grasa que pudiera escurrir de los chorizos. Mientras, el séquito que nos acompañaba, discutía si la barandilla de la escalera era lo fanganina que parecía o aguantaría dos, tres o más empellones.
Como aquellos eran tiempos de disfrutar de la libertad recién estrenada más que de tirar de las cadenas, de tirar de pantalón en cuclillas, más que de apoltronarse en una taza, nos fuimos a aliviar al cobijo de un portal hondo que había bajo la escalera de la casa de Plácido, deseando que nuestra tripa, cuanto antes, hiciera honor a tal nombre. Los chacineros encargados de embutir, éramos Alfredo y yo que, muy atentos a que la tripa no cogiera aire, no nos preocupaba otra cosa que no esperriarnos con la grasa que pudiera escurrir de los chorizos. Mientras, el séquito que nos acompañaba, discutía si la barandilla de la escalera era lo fanganina que parecía o aguantaría dos, tres o más empellones.