Para pedir un taxi no costaba mucho. En cuanto vieras pasar uno, levantabas la mano y allí paraba, como un clavo. Daba igual que viniera gente dentro. Se echaban a un lado y ¡pájaros al cesto!, hasta que se llenara. Una de las veces que utilizaron este transporte, le tocó a Miguel (¿a quién si no?) en el asiento delantero, al lado del taxista, a quien le llegaba la barba, tanto por larga, como por espesa, hasta las proximidades del ombligo. Cuando llegaron a su destino y abonaron el importe, Miguel se despidió de él, con un: “ ¿Me das un beso, majo?”. Y eso que tenía una cara, como pa arrimar uno la suya.