La mayoría de aquellas noches, como todos los muchachos, yo no quería ir a la cama tan pronto, pero mi padre me convencía en seguida: “Ahora te enroscas, te tapas cabeza y todo ¡y deja que zumbe el aire!”. Y si me acordaba de cómo soplaba el aire a los pies de la torre y de lo oscuro que estaban la esquina de María la Currita, si miraba para un lado y El carril, derecho al cementerio, si miraba para el otro cuando vivíamos en la calle El ochavo, todavía me enroscaba y me tapaba más.
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