Estábamos en vísperas y nos disponíamos a velar las armas de la cencerrada envainadas por la bronca de María. Una lástima que aquellas viejas cazuelas llenas de cantos y tapadas a modo de maracas, aquellas tapaderas a modo de platillos, aquellas latas de arroba del escabeche a modo de tamboril, se quedaran allí tiradas durmiendo el sueño de los justos. ¡Qué coños de dormir ni de sueños!. Esteban cogió su bombo, que no era sino la tapadera recortada de un bidón de gasoil con una cuerda metida por el agujero del tapón, se la colgó al cuello y le arreó tres porrazos que nos levantaron “en sento”. Agarramos cada uno nuestro cacharro (hablo del otro, por supuesto) y, en vez de una noche de cencerrada, dimos cuatro de tabarra. Con sus días y todo.
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