CRÓNICAS DE UN PUEBLO
Grande, grande, yo pienso, por ejemplo, en Madrid... ¡ah, y en la cabeza de Miguel!. Además de las cosas que le pasaron allí, que también fueron grandes. La primera es una de las calles donde vivió: la de Santa María de la Cabeza... ¿dónde, si no?. Cuando le fui a visitar, acababan de trasladarse a ese piso y cuando me lo estaba enseñando se quejaba de lo que hay que mover en un traslado:
- ¿Ves, pa qué queremos este “pujavantis”? se lamentaba, dándole una patada a un baúl que había a la entrada del comedor.
Vivía con Isidro, el de La Bañeza, con el que salía mucho por ahí. Una tarde habían ido en autobús y al llegar a su parada iban bajando, de uno en uno, todos los viajeros. A la señora que salía delante de Miguel, se le cayó el bolso al suelo y automáticamente se agachó a cogerlo. Miguel, que seguía andando, distraído con no sé qué colación que le había sacado Isidro, le dio a la señora, en mitad del pandero, con todo el “escombro”, ante la mirada del resto de viajeros que no pudieron contener las carcajadas, cuando la mano de la señora, llegó a la cara de Miguel.
También vivía allí Melquiades, un paisano, creo que de El Perdigón o por ahí cerca, con un trapío parecido al de Miguel: más bien tirando a anchejo. Tenían una televisión en el salón, frente a ella un sofá, en el que sentarse a verla y, justo detrás, una alcoba que le había tocado en suertes al propio Melquiades. Apenas estaba separada del salón por unas cortinas, de manera que desde la misma cama, se podía ver la televisión, tan ricamente.
Cenamos mientras veíamos el telediario y recogimos la loza antes de las noticias de los deportes. A continuación echaban una película, que con los pertinentes anuncios se alargaría hasta las doce más o menos. A Melquiades, que iba de camino a la cama, le debió llamar la atención el rugido del león de la MGM, porque a la altura del sofá, se detuvo a mirar para la tele. Se apoyó discretamente en la esquina del sofá y vio pasar los títulos de crédito de la película.
-Siéntate, Melquiades, y ves la película con nosotros, le dije.
- ¿Quién? ¿este?. Cuando él se siente... tú déjalo, que no se sienta, porfiaba Miguel.
-No, si me voy a la cama, decía Melquiades.
En el primer intermedio de la película, Melquiades había cambiado de pie de apoyo, pero seguía pegado al sofá.
-Pero ¿no te sientas, hombre?
- ¡Qué no, que me voy a la cama!
... cuando salió en la tele “The End”, seguía clavado en el mismo sitio. Todavía tuvo que echar otro viaje al servicio, antes de ir a la cama, y menos mal que salió la carta de ajuste y apagamos la tele, si no se vuelve a entretener otra miaja. ¡La pachorra más grande que he visto en mi vida!.
Decía antes que Madrid es grande, pero las primeras veces que vas allí tiene uno la sensación de que, a la vuelta de cualquier esquina te vas a encontrar con alguien conocido o famoso. Eso le debió pasar a Pon, que debió ver a algún famoso, y cuando llegó a casa de Miguel para salir a dar una vuelta, le espetó, el hombre, todo ilusionado:
-A que no sabes ¿a quién he visto en el metro?
- ¡A la señá Udocia!, le cortó Miguel, dejándolo planchado.
Por entonces ya vivía en la calle Fuentesaúco, donde a mí me preguntaron, una vez, la hora y salí corriendo porque... se me hacía tarde. En la puerta del bloque había unos jardines hacía los cuales daban los balcones de todos los pisos y que, como es natural, había que atravesar lo mismo para entrar que para salir de casa. En una de las innumerables juergas que se llevaron a cabo en aquel piso, debieron hacer más ruido de la cuenta, y bastante a deshora, por cierto.
Las quejas de los vecinos eran tan evidentes que no hacía falta ir a preguntarles nada; se oían a través del hueco de la escalera. Cuando les llegó la hora de salir, Pon y Miguel bajaron con mucho sigilo para evitar algún encuentro indeseado. Pero cuando estaban atravesando el jardín de la entrada, oyeron:
- ¡Chisssst, chisssst!, ¡eh, el gordo!, voceaba una mujer desde el balcón.
-No mires que es a mí, decía Miguel, aligerando el paso.
¡Qué te costaba darle una c... correcta explicación!
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Grande, grande, yo pienso, por ejemplo, en Madrid... ¡ah, y en la cabeza de Miguel!. Además de las cosas que le pasaron allí, que también fueron grandes. La primera es una de las calles donde vivió: la de Santa María de la Cabeza... ¿dónde, si no?. Cuando le fui a visitar, acababan de trasladarse a ese piso y cuando me lo estaba enseñando se quejaba de lo que hay que mover en un traslado:
- ¿Ves, pa qué queremos este “pujavantis”? se lamentaba, dándole una patada a un baúl que había a la entrada del comedor.
Vivía con Isidro, el de La Bañeza, con el que salía mucho por ahí. Una tarde habían ido en autobús y al llegar a su parada iban bajando, de uno en uno, todos los viajeros. A la señora que salía delante de Miguel, se le cayó el bolso al suelo y automáticamente se agachó a cogerlo. Miguel, que seguía andando, distraído con no sé qué colación que le había sacado Isidro, le dio a la señora, en mitad del pandero, con todo el “escombro”, ante la mirada del resto de viajeros que no pudieron contener las carcajadas, cuando la mano de la señora, llegó a la cara de Miguel.
También vivía allí Melquiades, un paisano, creo que de El Perdigón o por ahí cerca, con un trapío parecido al de Miguel: más bien tirando a anchejo. Tenían una televisión en el salón, frente a ella un sofá, en el que sentarse a verla y, justo detrás, una alcoba que le había tocado en suertes al propio Melquiades. Apenas estaba separada del salón por unas cortinas, de manera que desde la misma cama, se podía ver la televisión, tan ricamente.
Cenamos mientras veíamos el telediario y recogimos la loza antes de las noticias de los deportes. A continuación echaban una película, que con los pertinentes anuncios se alargaría hasta las doce más o menos. A Melquiades, que iba de camino a la cama, le debió llamar la atención el rugido del león de la MGM, porque a la altura del sofá, se detuvo a mirar para la tele. Se apoyó discretamente en la esquina del sofá y vio pasar los títulos de crédito de la película.
-Siéntate, Melquiades, y ves la película con nosotros, le dije.
- ¿Quién? ¿este?. Cuando él se siente... tú déjalo, que no se sienta, porfiaba Miguel.
-No, si me voy a la cama, decía Melquiades.
En el primer intermedio de la película, Melquiades había cambiado de pie de apoyo, pero seguía pegado al sofá.
-Pero ¿no te sientas, hombre?
- ¡Qué no, que me voy a la cama!
... cuando salió en la tele “The End”, seguía clavado en el mismo sitio. Todavía tuvo que echar otro viaje al servicio, antes de ir a la cama, y menos mal que salió la carta de ajuste y apagamos la tele, si no se vuelve a entretener otra miaja. ¡La pachorra más grande que he visto en mi vida!.
Decía antes que Madrid es grande, pero las primeras veces que vas allí tiene uno la sensación de que, a la vuelta de cualquier esquina te vas a encontrar con alguien conocido o famoso. Eso le debió pasar a Pon, que debió ver a algún famoso, y cuando llegó a casa de Miguel para salir a dar una vuelta, le espetó, el hombre, todo ilusionado:
-A que no sabes ¿a quién he visto en el metro?
- ¡A la señá Udocia!, le cortó Miguel, dejándolo planchado.
Por entonces ya vivía en la calle Fuentesaúco, donde a mí me preguntaron, una vez, la hora y salí corriendo porque... se me hacía tarde. En la puerta del bloque había unos jardines hacía los cuales daban los balcones de todos los pisos y que, como es natural, había que atravesar lo mismo para entrar que para salir de casa. En una de las innumerables juergas que se llevaron a cabo en aquel piso, debieron hacer más ruido de la cuenta, y bastante a deshora, por cierto.
Las quejas de los vecinos eran tan evidentes que no hacía falta ir a preguntarles nada; se oían a través del hueco de la escalera. Cuando les llegó la hora de salir, Pon y Miguel bajaron con mucho sigilo para evitar algún encuentro indeseado. Pero cuando estaban atravesando el jardín de la entrada, oyeron:
- ¡Chisssst, chisssst!, ¡eh, el gordo!, voceaba una mujer desde el balcón.
-No mires que es a mí, decía Miguel, aligerando el paso.
¡Qué te costaba darle una c... correcta explicación!
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