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DEZA: Chapeau, Manuel....

Este capítulo sobre el invierno de aquellos años de la infancia terminaba así:

Pasado el largo invierno, con la llegada del buen tiempo, después de tantos años, has vuelto a la tierra. Pero los muchos años de ausencia van difuminado aquellos rostros familiares. En ese anciano que ahora ves sentado en un banco del parque, reconoces al cartero que, a golpe de silbato, repartía las cartas en el barrio. Te cuentan que hace dos o tres años murió aquel acomodador siempre tan pendiente de las parejas de las últimas filas, y que no hace mucho subieron al Espino al peluquero que te metía la maquinilla hasta el cogote, pero del que ya no recuerdas su nombre. Y el abuelo que con expresión cansada y pasos vacilantes camina, Espolón arriba, con otros ancianos, qué poco parecido guarda con aquel policía arrogante que imponía con su presencia y nos producía temor a los chavales cuando lo veíamos aparecer por la punta de la calle. Ahora, experimentas hacia él un sentimiento parecido a la ternura, pues has sabido que es una buena persona, mucho mejor que lo que aparentaba entonces, y piensas en la fragilidad humana y en lo efímero de nuestra existencia. Después, al cruzarte con jóvenes desconocidos –ninguno había nacido cuando te fuiste- ataviados con los mismos tejanos y zapatillas que sus congéneres de Móstoles o de Brooklyn, reflexionas sobre el llamado mestizaje cultural que se impone, sobre el sospechoso culto al cosmopolitismo espurio, o la sutil exclusión de lo diferente, a pesar de la paradójica apariencia de lo contrario, y te preguntas si no será cierto que estamos en tiempos de otra forma de uniformidad, la uniformidad por antonomasia, y que quizá no resulten tan descabelladas las profecías orwellianas.

Chapeau, Manuel.
Un saludo