DEZA: Aquellas tardes en el museo del Prado con mi amigo...

Aquellas tardes en el museo del Prado con mi amigo el copista, fueron realmente inolvidables; mientras él copiaba a los grandes pintores, yo recorría las salas admirando aquellas maravillosas pinturas, observando los detalles y descubriendo cada día algo nuevo, algo que quizás me había pasado desapercibido. Una de las obras que me causaban mayor interés, y ante la cual me paraba a admirar muchos de aquellos ratos, fue la famosa “Fragua de Vulcano”. Esa obra reúne tres de mis aficiones: la mitología, la pintura y el recuerdo del pueblo donde pasé mi niñez y gran parte de mi adolescencia.
El cuadro representa una escena de la mitología romana, parte de la Metamorfosis de Ovidio, que el pintor actualizó con personajes humanos contemporáneos y con herramientas actuales. Es como una fotografía en la que se admira su profundidad, una de las principales virtudes del pintor, dando la impresión de que se ha parado el tiempo. Vulcano trabaja en la fragua acompañado de hombres que personifican a los cíclopes, cuando Apolo le notifica el adulterio de su esposa con el dios Marte. En el suelo se puede ver la armadura para Marte en la que está trabajando. La expresión de anonadamiento y sorpresa de todos, queda plasmada en los rostros tanto de Vulcano como de sus ayudantes, tal y como se puede ver por su expresión de sorpresa y de incredulidad.
Y digo que me recuerda a Deza, mi pueblo, porque fueron algunas las noches las que, después de pasar una jornada labrando, acudía a la fragua a aguzar los barrones y las rejas o a proveerme de nuevas orejeras. El hierro de las rejas se volvía romo, se desgastaba por el roce de la tierra en la besana y, en otras ocasiones, se curvaba cuando rozaba en una piedra oculta bajo la tierra.
Entonces en Deza existían tres fraguas: la de Victorio, la de su hermano Manuel y, bajando la Cuesta de la Parra, la de Teófilo Solanas. Todas las noches se llenaban de paisanos para aguzar, o para herrar. La fragua de Manuel, donde ya trabajaba Enrique, que llegó a ser un buen artesano en su oficio, se convertía en una especie de mentidero donde se comentaban los sucesos del día, mientras los martillos, con su onomatopéyico sonido machacando el hierro, alegraban a todo el pueblo. En la herrería, cuyas paredes estaban decoradas con herraduras de todos los tamaños desde las del caballo percherón hasta las del borriquillo, se calzaban las caballerías.
Después de acabado el servicio, entregábamos la tarja, que era un pedazo de madera de unos treinta centímetros, que servía para ir “apuntando” con muescas, que nosotros llamábamos mochos, las herraduras colocadas. La fragua también disponía de un libro en el que se anotaban otros servicios que, al igual que los que señalaba la tarja, se pagarían al vender la cosecha.
Un saludo


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