Un 2 de noviembre de aquel año, hace ya muchos, es decir, siendo todavía aún chavales de los de ir a la escuela de entonces, sobre las siete y media de la tarde aproximadamente, día siguiente al de todos los Santos y noche ya cerrada cayendo una gélida helada de aquéllas que, según conocida frase de otro povedano del lugar, sentenció: "! pobre del nabo que esta noche saque la cabeza por encima de la tierra!". Aquella noche, un grupo de muchachos povedanos todos y amigos además, de vecinos del mismo pueblo, se encontraban por casualidad, reunidos al resguardo del frío en esa fecha dramática de día de Ánimas, aprovechando la pared favorable del frontón de pelota; la identidad de cada uno de ellos me ha parecido oportuno reservarla por obvias razones, aunque podría citarlos a todos con nombres y apellidos, a todos y cada uno. Y en éstas se encontraban cuando, de pronto, les llamó la atención un ruido extraño en aquellas horas de silencio del tal día, porque, por la calle de entrada general en el pueblo viniendo por el camino del Villar, era la indicada para iniciar la subida de la misma, la cual se eleva suavemente hasta alcanzar la plaza, y encaminamiento probable, por la índole de los vehículos y de la carga que transportaban, hacia la única posada existente, la del señor Manolo Pajón. El vehículos en cuestión se componía de dos recuas de mulas tirando de sendos carros cargados a tope de sacos de castañas. Lo insólito del día y la hora, y sobre todo lo aparatoso del cargamento, les llamó la atención, y quizá por ello, decidieron seguirlo a cierta distancia, más que nada, por pura curiosidad. En efecto, pudieron comprobar que su destino era la posada del señor Manolo Pajón, y que se introducían en la misma por la parte trasera de los corrales para pernoctar, con carros, mulas y sacos.
Aquí hubiera terminado la historia si no fuera porque, al final del seguimiento, y continuando reunido el grupo de chicos en cuestión sin motivo aparente, lo cierto es que, refugiados una vez más de aquel frío invernal aprovechando la pared del pajar del señor Luis García, alcalde del pueblo a la sazón, continuaba la espera del grupo charlando, pero sin objetivo alguno salvo el de contar peripecias. No obstante, algo se intuía para la continuidad de la reunión. En efecto, sin esperarlo, de improviso pudieron observar que las puertas traseras del corral donde habían entrado los carros de castañas, distante unos ochenta metros aproximadamente de donde se encontraban, se abrían nuevamente éstas para dar salida a las mulas de tiro al objeto abrevar agua al río, conducidas por los arrieros propietarios de los carros. El río, entonces, era de caudal abundante, limpio y cristalino. En éstas, el diablo le pasó por la imaginación a uno de los integrantes que formaba parte del grupo y, de inmediato, propuso a los demás que la ocasión la pintaban calva para llevar a cabo el asalto a las castañas y de paso llenar los bolsillos con las que se pudiera, apetitosas todas ellas por ser recientes y nuevas de origen, habida cuenta que la puerta de entrada que daba acceso a los carros que se encontraban en el interior, había quedado abierta, y además, él autor de la idea, según explicaba, conocía sobradamente la forma de acceder a los mismos sin ser vistos. Las castañas para los reunidos, en aquellas fechas, eran una tentación, más por la travesura que por la necesidad, obviamente.
En base a lo que precede, se organiza atropelladamente el atraco dejando a uno de los compañeros de guardia, previa entrega al mismo de la parte del botín que le correspondía (el bolso lleno de castañas), como precaución para avisar del peligro en el supuesto de que los arrieros que fueron al río regresaran antes de lo previsto con el correspondiente riesgo. Lamentablemente no era el más adecuado dicho responsable de la alarma porque, situado éste en una de las calles por la que salieron los castañeros, éstos regresaron antes de lo previsto por otra contigua sin que se enterara, por lo que, el aviso de alarma con un silbido no pasó desapercibido a los perjudicados, es decir, ya tarde, siendo sorprendiéndo con el bolso lleno de castañas cuando, ya precipitadamente huyó a "trompicanes" por la peligrosa pendiente que va desde la proximidad de la trasera de la posaba, frente a la casa del señor Leoncio, a la Ronda, razón por la que no pudo evitar, por la precipitación en la fuga, caer a la regadera que discurre por la orilla de esta Ronda, que, para mayor desgracia, contenía aún bastante agua remansada de la de regar los prados. Excuso describir aquí al relato del drama en aquél día y a aquella hora y con aquella helada, que el infeliz encargado de dar el "keo" sufrió. Allí mismo fue "trincado" por los arrieros de las castañas con el bolsillo repleto de ellas, quienes, sin soltarle y agarrándole cada uno por un brazo, se fueron directamente al Juez de Paz, que por aquel entonces lo era Simón Barba Tavera.
La tercera parte del relato, la más triste del acontecimiento, fue la de que, una vez en la casa del Juez, utilizando éste como Sala de Juicio la cocina de su propia casa, sobre las 09,30 de la noche aproximadamente del mismo día, fuera porque al que trincaron los castañeros, "cantó", cosa que nunca se supo con certeza, o por otra causa, lo cierto es que el alguacil señor Justo Barranco, en base a las declaraciones del pillado "in-fraganti" y de las demás circunstancias, fue a la casa de cada uno de los intervinientes en el atraco nocturno, y citados formalmente para que se personaran en la del "Sala" del JUEZ Simón Barba antedicho. Éste, en presencia de los castañeros denunciantes, y tras los oportunos "careos", "sentenció" que cada uno de los "delincuentes" tendría que abonar dos duros de los de entonces como sanción.
Y así terminó la historia de aquel funesto dos de noviembre. Seguramente os preguntareis por qué se ha explicado esto con todo lujo de detalles, y se os contesta: sencillamente porque yo también formé parte del frustrado grupo y de sus aventuras. Fue algo más que una broma; fue una seria lección que no se olvida a pesar de nuestra corta edad.
Aquí hubiera terminado la historia si no fuera porque, al final del seguimiento, y continuando reunido el grupo de chicos en cuestión sin motivo aparente, lo cierto es que, refugiados una vez más de aquel frío invernal aprovechando la pared del pajar del señor Luis García, alcalde del pueblo a la sazón, continuaba la espera del grupo charlando, pero sin objetivo alguno salvo el de contar peripecias. No obstante, algo se intuía para la continuidad de la reunión. En efecto, sin esperarlo, de improviso pudieron observar que las puertas traseras del corral donde habían entrado los carros de castañas, distante unos ochenta metros aproximadamente de donde se encontraban, se abrían nuevamente éstas para dar salida a las mulas de tiro al objeto abrevar agua al río, conducidas por los arrieros propietarios de los carros. El río, entonces, era de caudal abundante, limpio y cristalino. En éstas, el diablo le pasó por la imaginación a uno de los integrantes que formaba parte del grupo y, de inmediato, propuso a los demás que la ocasión la pintaban calva para llevar a cabo el asalto a las castañas y de paso llenar los bolsillos con las que se pudiera, apetitosas todas ellas por ser recientes y nuevas de origen, habida cuenta que la puerta de entrada que daba acceso a los carros que se encontraban en el interior, había quedado abierta, y además, él autor de la idea, según explicaba, conocía sobradamente la forma de acceder a los mismos sin ser vistos. Las castañas para los reunidos, en aquellas fechas, eran una tentación, más por la travesura que por la necesidad, obviamente.
En base a lo que precede, se organiza atropelladamente el atraco dejando a uno de los compañeros de guardia, previa entrega al mismo de la parte del botín que le correspondía (el bolso lleno de castañas), como precaución para avisar del peligro en el supuesto de que los arrieros que fueron al río regresaran antes de lo previsto con el correspondiente riesgo. Lamentablemente no era el más adecuado dicho responsable de la alarma porque, situado éste en una de las calles por la que salieron los castañeros, éstos regresaron antes de lo previsto por otra contigua sin que se enterara, por lo que, el aviso de alarma con un silbido no pasó desapercibido a los perjudicados, es decir, ya tarde, siendo sorprendiéndo con el bolso lleno de castañas cuando, ya precipitadamente huyó a "trompicanes" por la peligrosa pendiente que va desde la proximidad de la trasera de la posaba, frente a la casa del señor Leoncio, a la Ronda, razón por la que no pudo evitar, por la precipitación en la fuga, caer a la regadera que discurre por la orilla de esta Ronda, que, para mayor desgracia, contenía aún bastante agua remansada de la de regar los prados. Excuso describir aquí al relato del drama en aquél día y a aquella hora y con aquella helada, que el infeliz encargado de dar el "keo" sufrió. Allí mismo fue "trincado" por los arrieros de las castañas con el bolsillo repleto de ellas, quienes, sin soltarle y agarrándole cada uno por un brazo, se fueron directamente al Juez de Paz, que por aquel entonces lo era Simón Barba Tavera.
La tercera parte del relato, la más triste del acontecimiento, fue la de que, una vez en la casa del Juez, utilizando éste como Sala de Juicio la cocina de su propia casa, sobre las 09,30 de la noche aproximadamente del mismo día, fuera porque al que trincaron los castañeros, "cantó", cosa que nunca se supo con certeza, o por otra causa, lo cierto es que el alguacil señor Justo Barranco, en base a las declaraciones del pillado "in-fraganti" y de las demás circunstancias, fue a la casa de cada uno de los intervinientes en el atraco nocturno, y citados formalmente para que se personaran en la del "Sala" del JUEZ Simón Barba antedicho. Éste, en presencia de los castañeros denunciantes, y tras los oportunos "careos", "sentenció" que cada uno de los "delincuentes" tendría que abonar dos duros de los de entonces como sanción.
Y así terminó la historia de aquel funesto dos de noviembre. Seguramente os preguntareis por qué se ha explicado esto con todo lujo de detalles, y se os contesta: sencillamente porque yo también formé parte del frustrado grupo y de sus aventuras. Fue algo más que una broma; fue una seria lección que no se olvida a pesar de nuestra corta edad.