Mi abuelo era una persona que se relacionaba con todo el mundo y se adaptaba muy bien a las circunstancias, pero no era un hombre de estarse quieto en casa, tampoco lo era de andar de bares, aunque no los desdeñaba. Si la cosa se terciaba y estaba en buena compañía, también sabía alternar. Era muy sociable y tenía un gran interés por conocer y saber.
Como ya conocemos, de joven, había emigrado al extranjero donde realizó diversos trabajos agrícolas e industriales, permaneciendo varios años lejos de su tierra. De mayor, cuando ya jubilado y dejado el campo, tenía más tiempo para otras cosas, sus visitas a casa de mis padres, especialmente si era época de fiestas o ferias, se hicieron más frecuentes, aunque no excesivas; pues como ya he dicho, mi abuela era más “caserina” y no le gustaba mucho estar ausente de su casa; si era obligado, sí; pero, por otros motivos, no era tan partidaria. Siempre tenía en boca ese dicho de que “en casa hasta el culo te descansa”. No obstante, si era obligado ir al médico a la capital o había alguna comunión o similar, tampoco faltaba.
De la abuela, que falleció primero, recuerdo menos cosas, quizá por ser hechos más lejanos en el tiempo, también por ser menos explícita, aunque cariñosa y complaciente con sus nietos, siempre estaba muy ocupada. Era más de estar en casa, a sus cosas, su cocina y guisos, costura y calcetar, atender a los animales de la casa, tareas relacionadas con amasar pan y hacer hornazos, ensartar higos, sajar aceitunas o quitar las vainas a las alubias, hacer compotas o preparar la comida que los hombres de la casa llevarían al campo y, en general, todas las tareas de una casa de labradores en la que nacieron cinco vástagos y éstos tuvieron suficientes nietos, que de vez en cuando tenía que atender y poner orden entre ellos para que no se desmandaran. Quizá, nuestros recuerdos sean menos por estar junto a ella poco tiempo, pues en esa época los niños nos criábamos en la calle –como las gallinas- y, en mi caso concreto, a la menor oportunidad, acompañaba a mi abuelo y tío Vitín al campo, no para trabajar, más bien era un estorbo, pero me gustaba ir y ellos nunca se negaban a mis requerimientos, al contrario, parecía estaban a gusto conmigo; me agradaba conocer y “ayudar” a la vez que disfrutaba en compañía de ellos.
A partir de la muerte de la abuela, el abuelo, ya no permanecería en su casa. Estaba mayor y no podía estar solo, tenía que irse por temporadas con sus hijos. En un primer momento, solamente mi madre vivía lejos del pueblo, pero más adelante, serían los primeros años de la década de 1970, cuando mi tío Guillermo se fue a vivir al área metropolitana de Barcelona, hasta allí fue el abuelo.
Por sus comentarios, conocí que, en tierras catalanas salía y no se quedaba en casa. Acudía a un hogar de jubilados cercano y conversaba con todo el mundo, algunos procedentes de nuestra provincia; también de otros lugares: extremeños, castellanos, andaluces, etc. Como todos eran de edades similares y procedían de una extracción social parecida, abundando la gente del campo, tenían muchos temas comunes de los que conversar, sin obviar aquellos que pudieran ser más espinosos como los relacionados con la situación política y social que se vivía por aquella época anterior y posterior a la muerte del dictador. Una parte de la transición allí la vivió. Conoció la legalización de los partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones sociales, supo de los conflictos y huelgas que se sufrían aquellos días en las grandes empresas barcelonesas y de su cinturón, participó en las primeras elecciones del 79 y posteriores como elector, y no se vio sorprendido por las campañas, propagandas y mítines políticos, que ya había conocido antes del 36 y durante su etapa en Estados Unidos.
Cuando llegaba a casa de mis padres, le preguntábamos por todo lo que había visto en Barcelona o por lo que había acontecido en el pueblo. Por toda la familia. Por lo que hacía, etc. El nos contaba y explicaba todo. Satisfacía nuestra curiosidad y ansias de saber de nuestros allegados. Lo hacía con tal claridad y lujo de detalles, que parecía que nosotros lo estábamos viviendo. Nos implicaba en sus relatos. Cada vez que le sugeríamos nos contara alguna de sus vivencias, la cara se le iluminaba y sus ojos claros nos miraban con aquella expresión de quien se siente satisfecho de saberse escuchado, entendido y querido.
Como ya conocemos, de joven, había emigrado al extranjero donde realizó diversos trabajos agrícolas e industriales, permaneciendo varios años lejos de su tierra. De mayor, cuando ya jubilado y dejado el campo, tenía más tiempo para otras cosas, sus visitas a casa de mis padres, especialmente si era época de fiestas o ferias, se hicieron más frecuentes, aunque no excesivas; pues como ya he dicho, mi abuela era más “caserina” y no le gustaba mucho estar ausente de su casa; si era obligado, sí; pero, por otros motivos, no era tan partidaria. Siempre tenía en boca ese dicho de que “en casa hasta el culo te descansa”. No obstante, si era obligado ir al médico a la capital o había alguna comunión o similar, tampoco faltaba.
De la abuela, que falleció primero, recuerdo menos cosas, quizá por ser hechos más lejanos en el tiempo, también por ser menos explícita, aunque cariñosa y complaciente con sus nietos, siempre estaba muy ocupada. Era más de estar en casa, a sus cosas, su cocina y guisos, costura y calcetar, atender a los animales de la casa, tareas relacionadas con amasar pan y hacer hornazos, ensartar higos, sajar aceitunas o quitar las vainas a las alubias, hacer compotas o preparar la comida que los hombres de la casa llevarían al campo y, en general, todas las tareas de una casa de labradores en la que nacieron cinco vástagos y éstos tuvieron suficientes nietos, que de vez en cuando tenía que atender y poner orden entre ellos para que no se desmandaran. Quizá, nuestros recuerdos sean menos por estar junto a ella poco tiempo, pues en esa época los niños nos criábamos en la calle –como las gallinas- y, en mi caso concreto, a la menor oportunidad, acompañaba a mi abuelo y tío Vitín al campo, no para trabajar, más bien era un estorbo, pero me gustaba ir y ellos nunca se negaban a mis requerimientos, al contrario, parecía estaban a gusto conmigo; me agradaba conocer y “ayudar” a la vez que disfrutaba en compañía de ellos.
A partir de la muerte de la abuela, el abuelo, ya no permanecería en su casa. Estaba mayor y no podía estar solo, tenía que irse por temporadas con sus hijos. En un primer momento, solamente mi madre vivía lejos del pueblo, pero más adelante, serían los primeros años de la década de 1970, cuando mi tío Guillermo se fue a vivir al área metropolitana de Barcelona, hasta allí fue el abuelo.
Por sus comentarios, conocí que, en tierras catalanas salía y no se quedaba en casa. Acudía a un hogar de jubilados cercano y conversaba con todo el mundo, algunos procedentes de nuestra provincia; también de otros lugares: extremeños, castellanos, andaluces, etc. Como todos eran de edades similares y procedían de una extracción social parecida, abundando la gente del campo, tenían muchos temas comunes de los que conversar, sin obviar aquellos que pudieran ser más espinosos como los relacionados con la situación política y social que se vivía por aquella época anterior y posterior a la muerte del dictador. Una parte de la transición allí la vivió. Conoció la legalización de los partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones sociales, supo de los conflictos y huelgas que se sufrían aquellos días en las grandes empresas barcelonesas y de su cinturón, participó en las primeras elecciones del 79 y posteriores como elector, y no se vio sorprendido por las campañas, propagandas y mítines políticos, que ya había conocido antes del 36 y durante su etapa en Estados Unidos.
Cuando llegaba a casa de mis padres, le preguntábamos por todo lo que había visto en Barcelona o por lo que había acontecido en el pueblo. Por toda la familia. Por lo que hacía, etc. El nos contaba y explicaba todo. Satisfacía nuestra curiosidad y ansias de saber de nuestros allegados. Lo hacía con tal claridad y lujo de detalles, que parecía que nosotros lo estábamos viviendo. Nos implicaba en sus relatos. Cada vez que le sugeríamos nos contara alguna de sus vivencias, la cara se le iluminaba y sus ojos claros nos miraban con aquella expresión de quien se siente satisfecho de saberse escuchado, entendido y querido.