Hoy, cuando prácticamente han desaparecido las cartas de contenido familiar de nuestros buzones domiciliarios y pocas son las personas que la utilizan para comunicarse con sus familias y allegados, me viene el recuerdo de aquellas misivas que periódicamente recibíamos de abuelos y tíos.
Aquellos entrañables escritos que el cartero puntualmente entregaba, nos traían noticias del estado de salud de quienes las remitían, nos hablaban de cómo les iban los estudios a los hijos, de la enfermedad que había tenido el padre, de la boda de la hija, del fallecimiento del abuelo, de la visita de aquel vecino o pariente que había regresado de una larga estancia en otro país, etc. También, nos informaban por este mismo medio, del resultado de la cosecha, del precio que había tenido la venta de la misma, de a cuanto se vendían los cebones o las vacas, de si se había construido una nueva casa o se había comprado un huerto o un cercado, si la primavera había sido seca o lluviosa, de si las fiestas habían estado más o menos animadas, etc.
La carta, era el medio normal de comunicación desde hacía cientos de años. Al principio, casi en exclusiva, al servicio de reyes, aristocracia, comerciantes y universidades. Pero, con el tiempo y en la medida que la enseñanza se fue extendiendo a amplias capas de la población, paralelamente a la alfabetización y conocimiento que las personas adquirían, se iba imponiendo la necesidad de conocer de primera mano lo que acontecía en otros lugares a familiares y conocidos. La comunicación postal fue ganando terreno como forma de relacionarse en la distancia y, para dar satisfacción a esa necesidad, los estados asumen e implantan un servicio de envío y reparto de correspondencia a lo largo y ancho de todo el territorio bajo su soberanía.
En la escuela, los maestros, entre otras materias, se ocupaban de que los chicos se familiarizaran y adquirieran el hábito de escribir cartas. Con ese fin, se dedicaban algunas horas a enseñar y practicar como hacerlo.
Mis recuerdos de la niñez, así como por algunas cartas que, de mi abuela paterna, en mi poder conservo, la estructura que las mismas guardaban eran más o menos similares.
Lo primero que se solía poner en el encabezamiento, que consistía en señalar el lugar desde donde se escribía, la fecha del día, el mes y el año.
A continuación, se mostraba el deseo hacía quienes la recibirían, de que a su llegada estuvieran bien de salud, expresando el estado del propio en que quedaban quienes o quien la remitía. Era muy habitual poner: “Querida hermana y sobrinos: Mucha felicidad os deseo, por ésta sin novedad” o “Querida hermana, salud te deseo en compañía de tu marido e hijos, nosotros bien por el momento”, estas y otras expresiones similares solían escribirse.
Hecho lo anterior, se entraba en materia relatando todos los acontecimientos vividos desde la última carta escrita, tanto del ámbito familiar, como aquellos que afectaban a vecinos, vida del pueblo o acontecimientos del país; sobre el tiempo, la lluvia, frío, calor y su influencia sobre la salud y buena previsión de las cosechas. Se preguntaba por cosas concretas de la familia o quehaceres de la persona a la que se dirigía, de cómo estaba la vida en el lugar de destino, se pedían pareceres sobre cosas concretas, etc. Este contenido podía ser más o menos extenso, ocupando una o varias páginas por ambas caras.
Para finalizar, se despedía quien escribía con una fórmula similar a: “Sin más por el momento, recibís un fuerte abrazo que de buena gana os daría vuestra madre y abuela que os quiere de veras”, poniendo a continuación su nombre a modo de firma. También, se solía poner el nombre del cónyuge, si quien escribía estaba casado/a.
Normalmente, escribía uno, pero daba cuenta de lo que acontecía a toda la familia y, en ocasiones, también escribían otros, incluidos los niños que supieran hacerlo y, en este caso, todos ponían su nombre.
En el caso de mi familia, mi padre desde pequeños nos leía todas las cartas de los abuelos, tíos y primos, y acto seguido nos inculcaba la costumbre de escribir unas líneas con nuestras palabras y forma de escribir de cada uno. Esto era habitual y nadie podía abstraerse de hacerlo, ya que de una forma concienzuda se ocupaba de que todos y cada uno cumpliéramos con esa obligación de comunicarnos con nuestros parientes, de los que estábamos separados por la distancia. Incluso, recuerdo, cuando de pequeños comenzábamos con torcidos renglones y no saber que decir, él nos hacía unas rayas con lapicero para nos desviarnos y, si llegaba el caso, nos decía en cada momento lo que debíamos escribir. Este ritual, que se repetía semanalmente, pues con esa periodicidad recibíamos carta de los abuelos, tanto paternos como maternos, por lo que se convirtió en costumbre que no hemos abandonado, a pesar de los años transcurridos, no utilizar ya el papel y haber prescindido del tradicional servicio de Correos para enviarlas.
Entre esas cartas que conservo, hay frases escritas por mi padre cuando tenía seis años dedicadas a una tía y primos que vivían en Argentina.
Aquellos entrañables escritos que el cartero puntualmente entregaba, nos traían noticias del estado de salud de quienes las remitían, nos hablaban de cómo les iban los estudios a los hijos, de la enfermedad que había tenido el padre, de la boda de la hija, del fallecimiento del abuelo, de la visita de aquel vecino o pariente que había regresado de una larga estancia en otro país, etc. También, nos informaban por este mismo medio, del resultado de la cosecha, del precio que había tenido la venta de la misma, de a cuanto se vendían los cebones o las vacas, de si se había construido una nueva casa o se había comprado un huerto o un cercado, si la primavera había sido seca o lluviosa, de si las fiestas habían estado más o menos animadas, etc.
La carta, era el medio normal de comunicación desde hacía cientos de años. Al principio, casi en exclusiva, al servicio de reyes, aristocracia, comerciantes y universidades. Pero, con el tiempo y en la medida que la enseñanza se fue extendiendo a amplias capas de la población, paralelamente a la alfabetización y conocimiento que las personas adquirían, se iba imponiendo la necesidad de conocer de primera mano lo que acontecía en otros lugares a familiares y conocidos. La comunicación postal fue ganando terreno como forma de relacionarse en la distancia y, para dar satisfacción a esa necesidad, los estados asumen e implantan un servicio de envío y reparto de correspondencia a lo largo y ancho de todo el territorio bajo su soberanía.
En la escuela, los maestros, entre otras materias, se ocupaban de que los chicos se familiarizaran y adquirieran el hábito de escribir cartas. Con ese fin, se dedicaban algunas horas a enseñar y practicar como hacerlo.
Mis recuerdos de la niñez, así como por algunas cartas que, de mi abuela paterna, en mi poder conservo, la estructura que las mismas guardaban eran más o menos similares.
Lo primero que se solía poner en el encabezamiento, que consistía en señalar el lugar desde donde se escribía, la fecha del día, el mes y el año.
A continuación, se mostraba el deseo hacía quienes la recibirían, de que a su llegada estuvieran bien de salud, expresando el estado del propio en que quedaban quienes o quien la remitía. Era muy habitual poner: “Querida hermana y sobrinos: Mucha felicidad os deseo, por ésta sin novedad” o “Querida hermana, salud te deseo en compañía de tu marido e hijos, nosotros bien por el momento”, estas y otras expresiones similares solían escribirse.
Hecho lo anterior, se entraba en materia relatando todos los acontecimientos vividos desde la última carta escrita, tanto del ámbito familiar, como aquellos que afectaban a vecinos, vida del pueblo o acontecimientos del país; sobre el tiempo, la lluvia, frío, calor y su influencia sobre la salud y buena previsión de las cosechas. Se preguntaba por cosas concretas de la familia o quehaceres de la persona a la que se dirigía, de cómo estaba la vida en el lugar de destino, se pedían pareceres sobre cosas concretas, etc. Este contenido podía ser más o menos extenso, ocupando una o varias páginas por ambas caras.
Para finalizar, se despedía quien escribía con una fórmula similar a: “Sin más por el momento, recibís un fuerte abrazo que de buena gana os daría vuestra madre y abuela que os quiere de veras”, poniendo a continuación su nombre a modo de firma. También, se solía poner el nombre del cónyuge, si quien escribía estaba casado/a.
Normalmente, escribía uno, pero daba cuenta de lo que acontecía a toda la familia y, en ocasiones, también escribían otros, incluidos los niños que supieran hacerlo y, en este caso, todos ponían su nombre.
En el caso de mi familia, mi padre desde pequeños nos leía todas las cartas de los abuelos, tíos y primos, y acto seguido nos inculcaba la costumbre de escribir unas líneas con nuestras palabras y forma de escribir de cada uno. Esto era habitual y nadie podía abstraerse de hacerlo, ya que de una forma concienzuda se ocupaba de que todos y cada uno cumpliéramos con esa obligación de comunicarnos con nuestros parientes, de los que estábamos separados por la distancia. Incluso, recuerdo, cuando de pequeños comenzábamos con torcidos renglones y no saber que decir, él nos hacía unas rayas con lapicero para nos desviarnos y, si llegaba el caso, nos decía en cada momento lo que debíamos escribir. Este ritual, que se repetía semanalmente, pues con esa periodicidad recibíamos carta de los abuelos, tanto paternos como maternos, por lo que se convirtió en costumbre que no hemos abandonado, a pesar de los años transcurridos, no utilizar ya el papel y haber prescindido del tradicional servicio de Correos para enviarlas.
Entre esas cartas que conservo, hay frases escritas por mi padre cuando tenía seis años dedicadas a una tía y primos que vivían en Argentina.