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LAGUNILLA: Nos pudo costar caro...

Nos pudo costar caro
Era un domingo de agosto, caluroso como corresponde a la época, estaríamos en la primera mitad de los años 60 y, como en muchas otras ocasiones, nos dispusimos, a la caída de la tarde, a llevar a la jaca hasta los verdes pastos de la Fuente El Canto, donde pasaría la tarde y noche aprovechando la fresca hierba regada por el arroyo que por allí discurre.
Una vez aparejada la caballería, juntamente con mi hermano y otros tres primos míos, emprendimos el camino, haciendo previamente un alto en el pilón de El Molino para que animal saciara su sed.
Abrevado, desde el petril uno tras otros nos encaramamos sobre el lomo del noble bruto, unos encima del aparejo y alguno sobre las ancas a punto de deslizarse sobre la cola. Apiñados ahí arriba, machábamos alegres y gastándonos bromas, incluso uno de ellos hacía equilibrio puesto en pie sobre la grupa, mientras el pacífico y tranquilo animal marchaba por la senda abierta sobre el duro y reseco suelo de tierra circundado de arbustos y helechos. En esa guisa íbamos, cuando quien situado al final, subiendo una ligera pendiente, distraído como estaba se escurría hacía atrás en dirección al suelo, tratando de evitar la caída se agarró al cuerpo de quien espatarrado sobre la albarda le precedía, así sucesivamente hasta llegar a mí situado casi en el cuello del cuadrúpedo, de tal forma que por el lado derecho nos fuimos directos al suelo. Por suerte, nadie resulto lesionado de consideración, salvo los rasguños propios de quien cae sobre la tierra en codos, manos y piernas, y alguna prenda rota.
Nuestra excursión hasta el prado de la Fuente El Canto, no había comenzado con buen pie. No obstante, como niños entre 10 y 12 años que éramos, nos reímos unos de otros al vernos de tal guisa por los suelos. Con nuestras carnes arañadas y algún destrozo en calzonas y camisas. Como pudimos, nos volvimos a encaramar sobre la caballería y continuamos con nuestras risas y jolgorio, pero apresurando el paso con el fin de refrescarnos en las frías y claras aguas del regato, a la vez que nos lavábamos nuestro cuerpo en la poza o pequeña presa formada para regar los prados próximos al cauce.
Llegados al portillo que franqueaba el acceso al cercado, uno de nosotros se apeó y retiró algún palo, dejando puestos los dos más bajos, lo que obligaba al caballo a ejercitar un pequeño salto sobre el obstáculo; circunstancia que, no fue advertida por quienes permanecían en lo alto, que distraídos como estaban, fueron cogidos de improviso y nuevamente dieron con sus huesos sobre los helechos cercanos.
Como no hay dos sin tres, una vez traspasado el portillo, llegamos hasta una caseta que allí existía, quitamos el aparejo y cabezada al animal, que guardamos bajo techo. A la jaca le pusimos las arrapea metálica para que no saltara o se escapara del prado y, con la misma, nos fuimos a dar un baño en aquella agua fresca y clara que, por aquél entonces, era potable y se podía beber sin el consabido peligro de diarreas u otras inconveniencias para el cuerpo humano.
Hecho lo anterior, se nos ocurrió regar el huerto de hortalizas y verduras que mi tío allí tenía plantado, cuestión que nos parecía fácil y un cuidado que quitábamos al padre de mi primo, que nada al respecto nos había encomendado. Como en la caseta había un motor de riego, ni cortos ni perezosos, nos dispusimos a sacarlo y empezar a regar; pero previamente, como no tenía gasolina había que llenar el depósito; teníamos que alimentarlo y dado que allí mismo había una lata de aceite para motores de automóvil, pero reciclada para contener combustible para el motor, la abrimos para vaciar su contenido en el depósito; pero como no había luz, alguien –no recuerdo quien- sacó la caja de cerillas que usábamos para encender los cigarrillos de Peninsular que a escondidas nos fumábamos los mozalbetes y, con el fin de iluminar la estancia, encendió uno de los fósforos aproximándolo a donde estábamos con la gasolina, el vapor desprendida por esta, inmediatamente se inflamó prendiendo en la boca de la lata. Todos, excepto mi hermano Víctor, quedamos petrificados sin saber reaccionar. Vitín instantáneamente cogió la cincha del aparejo de la caballería y la puso sobre la boca de la lata a la que dejó sin el oxigeno necesario para la combustión, lo que provocó que automáticamente la llama desapareciera, evitando de esta forma la consiguiente explosión que podía haber acabado con los cinco imprudentes primos que, por querer hacer aquello que nadie les ha ordenado, corrieron un riesgo que podría haber supuesto daños irreparables en su integridad.
Por suerte para nosotros, todos salimos ilesos de nuestra imprudencia y todos estamos dando guerra en este perro mundo.