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LAGUNILLA: Era el periodo de mi vida en que la edad no me permitía...

Era el periodo de mi vida en que la edad no me permitía calibrar la dimensión de las cosas y casi todas las veía con fantasía. Los hechos que se relataban, se mostraban grandiosos. Las personas describían a los actores como héroes ciclópeos, y más si el protagonista era el padre del que escuchaba.

Más de una vez, a mis 7 u 8 años, oí contar a mi padre una historia de lobos que le ocurrió, según él, a sus 14.
En aquellos años, las carencias hacían que el menor fuera un adelantado a su tiempo. No habían terminado la escuela, el que hubiera ido, cuando ya les estaban responsabilizando con labores y trabajos (él, por suerte, asistió hasta que le dio para leer, escribir y hacer algunas operaciones), pero para nos ser menos, le tocaba desplazarse, con su comida en el zurrón para dos o tres días, hasta el lugar donde las cabras apacentaban, allá lejos, en el monte.

Se llevaba sus libros para soslayar el tiempo y porque se debatía entre la obligación de saber y la necesidad de futuro.
Con los años, ya en su senectud, yo le decía: - Padre, ¡cuánto te gusta leer! Siempre recordaré su contestación: -Hijo, “un libro nunca te miente ni te traiciona“. Jamás hallaré mejor acepción para definir un libro. Era sabio. Era mi padre.
Así pasaba el día hasta que llegaba el atardecer. Entonces, llamaba al ganado en el dialecto animal, los recibía contándolos y cuando ya estaban todos, los encerraba en el aprisco; luego preparaba la fogata y hacía su frugal cena.
Se acostaba tan pronto como el amanecer le hacía madrugar.
Solo él bajo las estrellas, y como acompañamiento el balido de las cabras, el cri cri de los grillos, el crepitar de la leña quemándose y sus temores.

Pero una noche el sobresalto fue aterrador. No escuchó el canto de los grillos ni el balido de las cabras porque estas callaron presas de la intimidación. La noche transmitió un largo y lastimero aullido que se propagó más allá del horizonte: “ El lobo”.
El temor lo atenazó, el cabello se le erizó y se le cortó el aliento:
- ¿Qué hago? ¿Cómo me cobijo? ¿Y las cabras, qué será de ellas? Muchas preguntas y para ninguna tenía respuesta, pero sabía que el depredador, si podía dominar a su presa, se atrevería con cualquiera.
La obra de Dios es perfecta pero inacabada, por eso, a veces, nos deja una parte de esa perfección para solventar los inconvenientes, aún cuando estemos en descontrol.

Sus anteriores le habían enseñado que el lobo del fuego huye, da respingos y pierde su osadía.

- Hoy no me dominará- dijo.

Pensó que si encendía fogatas alrededor el aprisco mantendría distante a la fiera a la vez que él se protegería con la gran luminaria, con la duda de si tendría tiempo antes del que el lobo apareciera. Así pensó y así lo hizo.
Lo preparó, lo ejecutó y esperó.

Sus ojos se abrieron hasta casi salírseles de sus cuencas para poder ver mejor y sus oídos se agudizaron tanto que oía palabras del día anterior.
Nunca supo el tiempo que transcurrió, solo recuerda que apareció en el claro que al frente de la puerta estaba, y que las cabras habían producido su camino con el paso diario y su primer bocado de hierba nada más salir por ésta.

Yo, aún recuerdo el frenesí y el desasosiego que me producía el relato y la impaciencia que me embargaba por saber el final. Su figura se me hacía más y más grande a medida que el ritmo de la narración subía de intensidad.

Comenzó a gritar, a vociferar, a soltar por la boca lo que nunca antes había soltado; a imitar a los carreteros cuando la mula se pone terca y el carro se atasca, a agitar los tizones y a lanzarle piedras sin el tino adecuado.
Con una tea en la mano y palos en la otra, se acercó de hoguera en hoguera para avivarlas y decirle al viento: - aquí estoy yo; ven y verás-, más para darse valor que para demostrarlo.
El lobo deambulaba buscando un resquicio que no encontraba. Se paraba, miraba, volvía a su paso anterior, regresaba y volvía a pararse para observar, y al cabo volvía a repetir la operación. Nunca supo el tiempo que transcurrió, solo recuerda que así estuvieron ambos momentos que se hicieron imperecederos. Luego, si saber porqué, la bestia se orientó de cara a la noche, le dio la espalda y de la misma forma que apareció regresó a su mundo.

Nunca supo el tiempo que transcurrió, solo recuerda que pasado un tiempo oyó nuevamente aullar al lobo, pero esta vez no le intimidó. Desde ese momento sintió que su hombría se había desarrollado y su ego se había acrecentado.

Nunca llegó a saber si es mejor morir antes que perder la vida.
Pasado los años y teniendo otra perspectiva de la vida, aún sigo pensando que son héroes. Por eso, los de aquella generación, son gente que ha gastado todo su temor, han vivido forzados por los acontecimientos que ampliaron su valor y sobrealimentaron su personalidad luchadora y ganado un respeto.

Quizás solo era un “lobo errante” que buscaba compañía, tal vez su manada o es posible que sólo estuviera de paso. Lo más seguro es: ¿Quién sabe? Todo es posible. En su percepción queda que el lobo se acobardó.
Desde entonces, cada vez que iba al monte con la cabras, lo primero que hacía era apilar leña.

¿Quién sabe de lobos? ¿Alguien que nos relate un episodio?

Un abrazo, foreros.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
¡Que intrigante! Yo ya me veía apilando leña y llevándola a tu padre. Estos relatos, tan identificados con el invierno, a mi me encantan. Siempre, desde que tengo uso de razón, los he escuchado en casa. Anécdotas cortas de casos puntuales: "lobos que se adentran a las fontanas en la noche para beber, fulano que se topa en plena calle de madrugada con éstos y piensa... en principio, que es un perro; los hay que aún siguen en suspenso, que son un enigma sin resolver y, por desinformación, nadie ha ... (ver texto completo)