El sentido de vivir
Una mañana, cuando abres los ojos al nuevo día, descubres que todos los ruidos que llegaban a tu mente en las últimas horas del sueño eran los vaivenes de esos presurosos pasos de los que en la casa habitan. Que el golpe de la puerta contra su marco una y otra vez, cuando ellos salían; te ha sacado de las profundidades del descanso como si tal despertador sería. Y con las legañas pegadas procuras acaparar la luz del crepúsculo matutino, te acercas a la cocina y descubres una montaña de cacharros para fregar, la mesa ocupada por una hoja escrita que llama la atención y sobre ella el bolígrafo con el que se ha dejado el mensaje. Y piensas ¡qué vida! Ya apenas nos vemos. Cuando unos entran en casa los otros salen corriendo, cargados de prisa a sus responsabilidades. Luego miras el reloj y calculas: tengo tres horas para hacer la cama, cocinar; fregar esos cacharros y guardarlos, comprar el pan y el periódico; comer pronto y recoger lo que haya manchado. Qué no se me olvide cerrar las ventanas y recoger la ropa si llueve. Ah, tengo que tender la última colada.
Sobre la silla de mi cuarto hallo unas planchadas sábanas (es un mensaje tácito); cuando me disponga a hacerla debo cambiarlas y dejar para lavar las otras. Lo he recibido. Así nos entendemos por casa. Y uno se da prisa y lo acaba, se ducha y se pone adecentado para salir también a esta vida que transcurre fuera de casa. Toma el autobús del pueblo como uno más de esos corderos que mansamente se hacinan al amparo de la marquesina con la mente reflexiva, distante a esas caras que justamente se saludan los buenos días y callan. Un pueblo que no se conoce apenas entre ellos pero que se reconocen por la incidencia de estos periódicos encuentros.
Un saludo
Una mañana, cuando abres los ojos al nuevo día, descubres que todos los ruidos que llegaban a tu mente en las últimas horas del sueño eran los vaivenes de esos presurosos pasos de los que en la casa habitan. Que el golpe de la puerta contra su marco una y otra vez, cuando ellos salían; te ha sacado de las profundidades del descanso como si tal despertador sería. Y con las legañas pegadas procuras acaparar la luz del crepúsculo matutino, te acercas a la cocina y descubres una montaña de cacharros para fregar, la mesa ocupada por una hoja escrita que llama la atención y sobre ella el bolígrafo con el que se ha dejado el mensaje. Y piensas ¡qué vida! Ya apenas nos vemos. Cuando unos entran en casa los otros salen corriendo, cargados de prisa a sus responsabilidades. Luego miras el reloj y calculas: tengo tres horas para hacer la cama, cocinar; fregar esos cacharros y guardarlos, comprar el pan y el periódico; comer pronto y recoger lo que haya manchado. Qué no se me olvide cerrar las ventanas y recoger la ropa si llueve. Ah, tengo que tender la última colada.
Sobre la silla de mi cuarto hallo unas planchadas sábanas (es un mensaje tácito); cuando me disponga a hacerla debo cambiarlas y dejar para lavar las otras. Lo he recibido. Así nos entendemos por casa. Y uno se da prisa y lo acaba, se ducha y se pone adecentado para salir también a esta vida que transcurre fuera de casa. Toma el autobús del pueblo como uno más de esos corderos que mansamente se hacinan al amparo de la marquesina con la mente reflexiva, distante a esas caras que justamente se saludan los buenos días y callan. Un pueblo que no se conoce apenas entre ellos pero que se reconocen por la incidencia de estos periódicos encuentros.
Un saludo
