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SOTOBAÑADO Y PRIORATO: Esta historia con la que un día me topé, hizo meya...

Esta historia con la que un día me topé, hizo meya en mí y por ello decidí copiarla íntegramente, y así, aquí la transcribo.

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Aquella vieja gozaba de gran predicamento, destacaba en ella una sobria entereza (alejada de la quejumbrosa cantinela que gastaban otras viejas que, como ella, habían perdido de manera trágica a sus maridos y a sus hijos), un sentido común y una sabiduría con las que había ido sacando adelante, de manera sensata y noble, a unos cuantos nietos huérfanos.
Recordando ahora a aquella mujer, no dejo de preguntarme de dónde le venía ese decoro sin fisuras, esa manera de ser compasiva con la que intuía tan acertadamente las necesidades ajenas y se sentía impelida a responder a ellas más allá de sus posibilidades (cuántos vecinos suyos pueden dar fe de ello), y aún a costa de sí misma. Quién le habría enseñado aquella actitud atemperada, cumplidora siempre con su trabajo, con sus quehaceres y obligaciones, con sus vecinos, con su familia.
Con ella aconteció un episodio revelador, dentro de los de mi particular anecdotario.
El caso es que un día, estando mi vecina vieja sentada en su habitual testero, se escucharon los gritos que otro vecino venía profiriendo por la calle. Este vecino (un joven gañán, un buen hombre de aquellos a los que, por sus características y singularidad, se calificaba entonces como inocente, corto de entendederas o retrasado) se acercó a la vieja y, con grandes aspavientos y soltando alguna que otra blasfemia, comenzó a relatar el motivo de su enfado.

Al parecer un pudiente labrador le había ofrecido un trabajo que el inocente había llevado a cabo de la manera acordada. Pero las condiciones en las que aquel pudiente labrador, un marrullero, le había ajustado distaban mucho de ser las mismas con las que luego le había retribuido. No era la primera vez que esto le sucedía y, como en otras ocasiones, la ira de aquel inocente (que no tonto) se expresaba por medio de gritos, exabruptos y blasfemias.
La vieja miraba al inocente con respeto y cariño, con la conmiseración propia de quien ha probado una situación semejante, (en aquel tiempo de abundancia de gañanes no era infrecuente este tipo de engañifa) y trataba de calmar el lógico enfado del joven con algunas palabras sensatas que él no parecía oír, enfrascado como estaba en su airado discurso. Apareció entonces por la calle un hombre muy conocido en el pueblo. Pertenecía al cónclave de la cultura local, era asiduo a todo tipo de beaterías, se movía con habilidad en los andamiajes del poder y, quién sabe si por todo ello, tenía cierto aire displicente y jactancioso. Al escuchar los gritos blasfemos del inocente se acercó a él con gesto sañudo y contrariado.
Lo que vino a suceder entonces aparece ahora como grabado a fuego en mi memoria. Aquel hombre se plantó delante del inocente, afeó su conducta de manera fustigadora, lanzó una retahíla apocalíptica sobre las consecuencias de la blasfemia contra lo sagrado y defendió acaloradamente las bondades del hombre, amigo suyo, a quien el inocente maldecía. Todos los presentes permanecían en silencio ante aquel hombre que se iba enardeciendo con su propio discurso. De manera burlona, recordaba al inocente su retraso y a todos los presentes su ignorancia, la culpable, según él, de todos los males que les sucedían; se lamentaba de que aquellos ignorantes alzasen su voz y blasfemasen contra lo divino y contra quien que les daba de comer; confesando sin ambages que no dudaría en poner los hechos en conocimiento de la pertinente autoridad. Los ánimos se habían ido calentando ante aquella diatriba y la situación no parecía preludiar un desenlace halagüeño. El hombre, con el cuerpo erguido y la mirada en el infinito, como si escuchara complacido los ripios de la farfolla de su lenguaje (aficionado como era a los versos de bandurria y tamboril), se paró en seco al escuchar unas risas ahogadas que salían por detrás de la cortina que colgaba de una puerta. Fue entonces cuando se dio cuenta de que se había quedado solo. Hacía rato que el inocente (que no era tonto) había hecho mutis por el foro (quizá pensando aquello de a palabras necias oídos sordos). Los vecinos también se habían ido replegando con sigilo hacia sus casas y la vieja se había alejado con su silla de anea en la mano y dando la única respuesta posible a aquella situación: la dignidad última del silencio.