El comentario general era que debía haber sido una loba y su camada de lobeznos. Solo así se explicaba que hubiera habido tantas ovejas muertas y solo dos comidas. Los días siguientes me sentía el paria más grande del mundo y como, al cruzarme con la gente, me seguían con una mirada preñada de rencor. Salía de casa solo cuando era imprescindible, a la escuela y a por el pan, y lo hacía a toda prisa para acortar el suplicio. Alguna vez tuve que oír que la culpa la tenía quien mandaba de pastor a uno de fuera que, además, era un crío y siempre estaba distraído.
Había dejado el libro encima de la mesilla pues era incapaz de seguir leyendo. Estaba cabreado con Giovanni Guareschi por haber escrito un libro tan divertido que me había impedido percatarme que andaba el lobo cerca. Cada vez que veía el libro le maldecía con toda mi alma. Me juraba hacerme cazador de lobos cuando fuera mayor y ganarme la vida paseándolos bien muertos por los pueblos pidiendo dinero.
Y así pasaron dos o tres semanas hasta que todo volvió a su sitio. El lobo volvió a hacer de las suyas un día en que estaba de pastor un mozo del pueblo que era muy experimentado y, además, llevaba un perro muy acostumbrado a ir con las ovejas. Aquella vez, el lobo mató a seis ovejas. Automaticamente dejaron de mirarme de mala manera, pues habían comprendido que el lobo era tan astuto y feroz que le traía al fresco si el pastor era del pueblo y experto o si se trataba de un chiquilicuatre que ni siquiera era del pueblo.
Le agradecí a aquel lobo que me sacara de aquel pozo amargo de incomprensión en que me encontraba desde el incidente y me reconcilié con Guareschi. Volví a jugar con todos al salir de la escuela, sin prisa por volver a casa, y la vida volvió a parecerme igual de interesante que antes.
Cada vez que se hablaba del lobo, yo ya no me sentía tan acobardado como antes. Había estado a escasos metros de un lobo feroz, que había matado quince ovejas, y yo tan pancho. Había seguido, sin inmutarme, leyendo las faenas que don Camilo le hacía a Peppone. Me dio por sentirme un poco como el sastrecillo valiente.
Cuando apareció por el pueblo el primer cazador con su lobo muerto a cuestas, fui capaz, después de varios minutos fijándome que no se movía y que efectivamente estaba tan muerto como parecía, de acercarme hasta un paso del lobo y separarle las encías con el pie para que los demás vieran bien los dientes y quedara patente mi valor.
No mucho más tarde, los lobos dejaron de ser noticia pues ya no había ovejas que comer. Ya no podría cumplir mi promesa de ser un feroz cazador de lobos y poder entrar en casa de Selima a recibir las felicitaciones y convites de los presentes, mientras que los que me habían señalado como responsable del desastre me miraban envidiosos. La dicha no es ilimitada.
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda)
http://lembranzas. wordpress. com/2012/09/01/el-lobo/
Había dejado el libro encima de la mesilla pues era incapaz de seguir leyendo. Estaba cabreado con Giovanni Guareschi por haber escrito un libro tan divertido que me había impedido percatarme que andaba el lobo cerca. Cada vez que veía el libro le maldecía con toda mi alma. Me juraba hacerme cazador de lobos cuando fuera mayor y ganarme la vida paseándolos bien muertos por los pueblos pidiendo dinero.
Y así pasaron dos o tres semanas hasta que todo volvió a su sitio. El lobo volvió a hacer de las suyas un día en que estaba de pastor un mozo del pueblo que era muy experimentado y, además, llevaba un perro muy acostumbrado a ir con las ovejas. Aquella vez, el lobo mató a seis ovejas. Automaticamente dejaron de mirarme de mala manera, pues habían comprendido que el lobo era tan astuto y feroz que le traía al fresco si el pastor era del pueblo y experto o si se trataba de un chiquilicuatre que ni siquiera era del pueblo.
Le agradecí a aquel lobo que me sacara de aquel pozo amargo de incomprensión en que me encontraba desde el incidente y me reconcilié con Guareschi. Volví a jugar con todos al salir de la escuela, sin prisa por volver a casa, y la vida volvió a parecerme igual de interesante que antes.
Cada vez que se hablaba del lobo, yo ya no me sentía tan acobardado como antes. Había estado a escasos metros de un lobo feroz, que había matado quince ovejas, y yo tan pancho. Había seguido, sin inmutarme, leyendo las faenas que don Camilo le hacía a Peppone. Me dio por sentirme un poco como el sastrecillo valiente.
Cuando apareció por el pueblo el primer cazador con su lobo muerto a cuestas, fui capaz, después de varios minutos fijándome que no se movía y que efectivamente estaba tan muerto como parecía, de acercarme hasta un paso del lobo y separarle las encías con el pie para que los demás vieran bien los dientes y quedara patente mi valor.
No mucho más tarde, los lobos dejaron de ser noticia pues ya no había ovejas que comer. Ya no podría cumplir mi promesa de ser un feroz cazador de lobos y poder entrar en casa de Selima a recibir las felicitaciones y convites de los presentes, mientras que los que me habían señalado como responsable del desastre me miraban envidiosos. La dicha no es ilimitada.
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda)
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