Publicado el 27 de abril de 2014 por Emilio G. de la Calzada
Sí un ministro desde Madrid o el Gobierno Civil de León decidieran que los de Vegarienza no podíamos beber agua de la fuente de El Valle porque estaba reservada para la gente de fuera, se nos hubiera quedado cara de tontos. Algo parecido sucedía con las truchas, pues había un sentimiento muy arraigado tanto en Vega como en los pueblos próximos de que las truchas del río Omaña eran de los lugareños y que estaban siendo esquilmados por pescadores que venía de fuera, bien pertrechados de medios, y que para más inri pisoteaban los prados y destrozaban los cierros en su caminar por la orilla del río. Muy pocos lugareños podían costearse los achiperres de pesca y la licencia. Solo recuerdo haber visto con caña de pescar a Ubaldo el de “el Taruco“, Luciano, don Pedro el médico, a mi padre y no se si alguno más.
Este sentimiento de despojo se exacerbaba en la zona acotada, que llegaba desde casa de Floro en Vega hasta la Omañuela, tramo donde no se podía pescar ni aún teniendo caña y licencia, pues era necesario disponer de un permiso que creo otorgaban en el Gobierno Civil de León, inaccesible de todo punto a los del pueblo. Desde la huerta de mis abuelos veíamos pasar los días de coto a gente que no conocíamos, lanzando sus artes de pesca delante de nuestras narices justo donde nosotros no podíamos casi ni bañarnos pues había problemas con el guardarríos que velaba porque los de fuera tuvieran la pesca fácil, para lo que era necesario que las truchas estuvieran en mitad del cauce y no escondidas, asustadas por el pataleo desgarbado en el agua de unos chavales que nadábamos de manera escandalosa.
Todos entendíamos que el guardarríos era necesario para evitar que se pescara en la época de freza (deshove) y que la veda era necesaria para que las truchas se mantuvieran en número y tamaño para soportar los meses de pesca sin que la especie sufriera menoscabo. Pero más bien lo veíamos como alguien ocupado solamente de garantizar que los que venían de fuera tuvieran un exitoso día de pesca. Nadie entendía que hubiera una finalidad económica al exigir permisos de coto, pues cuatro o cinco pescadores dos días por semana de abril a mitad de agosto debía dar una suma ridícula que no alcanzaba ni a pagar el sueldo de un mes del guardarríos. Más bien se interpretaba como una treta para poner un obstáculo económico insalvable para los de allí. El guardarríos aconsejaba a los foráneos sobre los mejores lugares y momentos para pescar, les informaba de a que mosquitos estaban entrando las truchas y hacía todo lo posible para que en ninguna sartén del pueblo se friera una sola trucha. Para eso le pagaban y cumplía sobradamente con su obligación. A mitad de Agosto empezaba la veda, dejábamos de ver forasteros por el río y el guardarríos, armado con un hacha, se dedicaba a podar alisos de la orilla llenando partes del cauce con sus ramas e impedir así el uso de tiraderas y trasmallos. Todo parecía estar dirigido a que los lugareños solo disfrutáramos de las truchas observándolas desde la orilla o el puente, tan pintonas, como se mantenían cara a la corriente moviendo imperceptiblemente la aleta caudal al acecho de los mosquitos que bajaban por el río.
Sin duda el guardarríos era la persona más temida y, al mismo tiempo, la más burlada por los lugareños que se la jugaban pescando a mano, con ferpón, con naso, con tiradera y algunas otras artes poco extendidas. Él estaba solo y nosotros éramos muchos. Sabíamos que Urbano salía de noche a tiradera días antes de la maja y la fiesta de San Salvador, para que Carola hiciera acopio de truchas escabechadas. Genaro el de herrero iba siempre con su ferpón en el bolsillo y la vara de avellano para meterse en el río tan pronto sabía que el guardarríos estaba en El Castillo y mi primo Manolo todos los días conseguía alguna pieza pescando a mano o con un naso que tirábamos en los raizones de los chopos de El Pradico. Éramos una quinta columna truchera que, a la partisana, impedíamos con prácticas totalmente ilegales, según establecía la ley, que unas cuantas truchas, nuestras truchas, fueran expropiadas por señoritingos de fuera ayudados por la autoridad competente.
En nuestra familia teníamos una forma particular de aguar un poco la fiesta a los pescadores foráneos y, de paso, a la autoridad. No dotados de la habilidad de los nativos en la pesca a mano o con ferpón, usábamos las mismas armas con las que durante el día intentábamos pescar en la zona no vedada. El puerto que enviaba parte del agua del río al rodezno del molino de la sierra, formaba delante de la huerta de mis abuelos un área de agua remansada ideal para pescar truchas al sereno. Un detalle sin importancia era que aquella parte del río estaba vedada, que solo se podía pescar con permiso y durante el día. Era como tener al alcance de la mano una manzana madura del árbol de tía Blanca y no comérsela. Y sabido es que la tentación está ahí para que los hombres sucumbamos en ella, pues, si no es así, ¿para que está? Y, efectivamente, a ello nos dedicábamos en los días sin luna, en lo vedado y con nocturnidad.
El pescador se situaba ya anochecido con la caña en la salida de la huerta al río, donde las mujeres lavaban, dominando toda la tablada y sin obstáculos donde enganchar la línea, mientras algún otro vigilaba desde la huerta por si oíamos algo raro que pudiera indicar que el guardarríos andaba por allí al acecho. Después de lanzar la tanza al río con las moscas, el pescador cerraba el carrete con la mano para evitar el ruido del muelle y todo transcurría en silencio hasta que una trucha picaba y se oía el chapoteo con el que se oponía a ser arrastrada contra su voluntad. Al sereno solían picar truchas más que regulares por lo que la estarota que hacían era notable y era el momento más crítico pues se podía oír desde la carretera en el silencio de la noche. Cada trucha que picaba, la llevábamos de inmediato a la casa para evitar que si nos sorprendía el guarda nos quitase todo lo pescado.
Cuando me tocaba a mí vigilar, me dolían los ojos escudriñando a un lado y a otro intentando ver si algo se movía entre las sombras de los árboles y demás obstáculos, con contornos a duras penas perfilados en aquella oscuridad de boca de lobo. También tenía el oído atento a todo sonido que llegaba de la carretera o del pueblo que pudiera indicar que el guardarríos se iba a El Castillo a tomar una copa. Cada trucha que picaba era una mezcla de sobresalto por el ruido y alegría por la captura, que me sumía en un estado de alarma llevándome a redoblar los esfuerzos de escucha y mirar hacía un lado y otro de la carretera. Y es que después de tanto tiempo ocultándonos del guardarríos, yo tenía verdadero miedo de que nos sorprendiesen cuando lo más probable era que estuviera ya en la cama. Con tanto miedo me parecía que el ruido que hacía cada trucha oponiéndose a seguir el sedal que tiraba de ella era tan escandaloso como cuando nosotros nadábamos a lo perro y que cualquier que pasara por la carretera oiría, en el silencio absoluto de aquellas noches sin luna, lo que pasaba en la cancela de la huerta. No cabía duda que la guerra sicológica a que nos sometía el guardarríos, en mí caso que debía ser un poco o un mucho caguica, funcionaba. Cuando terminaba la sesión de pesca, sentía un gran alivio y relajaba ojos, oídos y también los esfínteres, aunque estos últimos no más de lo conveniente.
Nunca fuimos sorprendidos, pero yo pasaba mi correspondiente miedo cada noche que aquella quinta columna justiciera sacaba algunas truchas del río con tal de que no lo hicieran los forasteros. Curiosamente, la defensa de “nuestras truchas” cursaba contra las propias truchas que al día siguiente pasaríamos por la sartén y cuyas espinas se comerían los cerdos para no dejar pistas. Daños colaterales de nuestro empeño por demostrar que no había autoridad que nos dijera que hacer con lo que era nuestro. ¡Faltaría más!
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
http://lembranzas. wordpress. com/2014/04/27/quinta-columna/
Sí un ministro desde Madrid o el Gobierno Civil de León decidieran que los de Vegarienza no podíamos beber agua de la fuente de El Valle porque estaba reservada para la gente de fuera, se nos hubiera quedado cara de tontos. Algo parecido sucedía con las truchas, pues había un sentimiento muy arraigado tanto en Vega como en los pueblos próximos de que las truchas del río Omaña eran de los lugareños y que estaban siendo esquilmados por pescadores que venía de fuera, bien pertrechados de medios, y que para más inri pisoteaban los prados y destrozaban los cierros en su caminar por la orilla del río. Muy pocos lugareños podían costearse los achiperres de pesca y la licencia. Solo recuerdo haber visto con caña de pescar a Ubaldo el de “el Taruco“, Luciano, don Pedro el médico, a mi padre y no se si alguno más.
Este sentimiento de despojo se exacerbaba en la zona acotada, que llegaba desde casa de Floro en Vega hasta la Omañuela, tramo donde no se podía pescar ni aún teniendo caña y licencia, pues era necesario disponer de un permiso que creo otorgaban en el Gobierno Civil de León, inaccesible de todo punto a los del pueblo. Desde la huerta de mis abuelos veíamos pasar los días de coto a gente que no conocíamos, lanzando sus artes de pesca delante de nuestras narices justo donde nosotros no podíamos casi ni bañarnos pues había problemas con el guardarríos que velaba porque los de fuera tuvieran la pesca fácil, para lo que era necesario que las truchas estuvieran en mitad del cauce y no escondidas, asustadas por el pataleo desgarbado en el agua de unos chavales que nadábamos de manera escandalosa.
Todos entendíamos que el guardarríos era necesario para evitar que se pescara en la época de freza (deshove) y que la veda era necesaria para que las truchas se mantuvieran en número y tamaño para soportar los meses de pesca sin que la especie sufriera menoscabo. Pero más bien lo veíamos como alguien ocupado solamente de garantizar que los que venían de fuera tuvieran un exitoso día de pesca. Nadie entendía que hubiera una finalidad económica al exigir permisos de coto, pues cuatro o cinco pescadores dos días por semana de abril a mitad de agosto debía dar una suma ridícula que no alcanzaba ni a pagar el sueldo de un mes del guardarríos. Más bien se interpretaba como una treta para poner un obstáculo económico insalvable para los de allí. El guardarríos aconsejaba a los foráneos sobre los mejores lugares y momentos para pescar, les informaba de a que mosquitos estaban entrando las truchas y hacía todo lo posible para que en ninguna sartén del pueblo se friera una sola trucha. Para eso le pagaban y cumplía sobradamente con su obligación. A mitad de Agosto empezaba la veda, dejábamos de ver forasteros por el río y el guardarríos, armado con un hacha, se dedicaba a podar alisos de la orilla llenando partes del cauce con sus ramas e impedir así el uso de tiraderas y trasmallos. Todo parecía estar dirigido a que los lugareños solo disfrutáramos de las truchas observándolas desde la orilla o el puente, tan pintonas, como se mantenían cara a la corriente moviendo imperceptiblemente la aleta caudal al acecho de los mosquitos que bajaban por el río.
Sin duda el guardarríos era la persona más temida y, al mismo tiempo, la más burlada por los lugareños que se la jugaban pescando a mano, con ferpón, con naso, con tiradera y algunas otras artes poco extendidas. Él estaba solo y nosotros éramos muchos. Sabíamos que Urbano salía de noche a tiradera días antes de la maja y la fiesta de San Salvador, para que Carola hiciera acopio de truchas escabechadas. Genaro el de herrero iba siempre con su ferpón en el bolsillo y la vara de avellano para meterse en el río tan pronto sabía que el guardarríos estaba en El Castillo y mi primo Manolo todos los días conseguía alguna pieza pescando a mano o con un naso que tirábamos en los raizones de los chopos de El Pradico. Éramos una quinta columna truchera que, a la partisana, impedíamos con prácticas totalmente ilegales, según establecía la ley, que unas cuantas truchas, nuestras truchas, fueran expropiadas por señoritingos de fuera ayudados por la autoridad competente.
En nuestra familia teníamos una forma particular de aguar un poco la fiesta a los pescadores foráneos y, de paso, a la autoridad. No dotados de la habilidad de los nativos en la pesca a mano o con ferpón, usábamos las mismas armas con las que durante el día intentábamos pescar en la zona no vedada. El puerto que enviaba parte del agua del río al rodezno del molino de la sierra, formaba delante de la huerta de mis abuelos un área de agua remansada ideal para pescar truchas al sereno. Un detalle sin importancia era que aquella parte del río estaba vedada, que solo se podía pescar con permiso y durante el día. Era como tener al alcance de la mano una manzana madura del árbol de tía Blanca y no comérsela. Y sabido es que la tentación está ahí para que los hombres sucumbamos en ella, pues, si no es así, ¿para que está? Y, efectivamente, a ello nos dedicábamos en los días sin luna, en lo vedado y con nocturnidad.
El pescador se situaba ya anochecido con la caña en la salida de la huerta al río, donde las mujeres lavaban, dominando toda la tablada y sin obstáculos donde enganchar la línea, mientras algún otro vigilaba desde la huerta por si oíamos algo raro que pudiera indicar que el guardarríos andaba por allí al acecho. Después de lanzar la tanza al río con las moscas, el pescador cerraba el carrete con la mano para evitar el ruido del muelle y todo transcurría en silencio hasta que una trucha picaba y se oía el chapoteo con el que se oponía a ser arrastrada contra su voluntad. Al sereno solían picar truchas más que regulares por lo que la estarota que hacían era notable y era el momento más crítico pues se podía oír desde la carretera en el silencio de la noche. Cada trucha que picaba, la llevábamos de inmediato a la casa para evitar que si nos sorprendía el guarda nos quitase todo lo pescado.
Cuando me tocaba a mí vigilar, me dolían los ojos escudriñando a un lado y a otro intentando ver si algo se movía entre las sombras de los árboles y demás obstáculos, con contornos a duras penas perfilados en aquella oscuridad de boca de lobo. También tenía el oído atento a todo sonido que llegaba de la carretera o del pueblo que pudiera indicar que el guardarríos se iba a El Castillo a tomar una copa. Cada trucha que picaba era una mezcla de sobresalto por el ruido y alegría por la captura, que me sumía en un estado de alarma llevándome a redoblar los esfuerzos de escucha y mirar hacía un lado y otro de la carretera. Y es que después de tanto tiempo ocultándonos del guardarríos, yo tenía verdadero miedo de que nos sorprendiesen cuando lo más probable era que estuviera ya en la cama. Con tanto miedo me parecía que el ruido que hacía cada trucha oponiéndose a seguir el sedal que tiraba de ella era tan escandaloso como cuando nosotros nadábamos a lo perro y que cualquier que pasara por la carretera oiría, en el silencio absoluto de aquellas noches sin luna, lo que pasaba en la cancela de la huerta. No cabía duda que la guerra sicológica a que nos sometía el guardarríos, en mí caso que debía ser un poco o un mucho caguica, funcionaba. Cuando terminaba la sesión de pesca, sentía un gran alivio y relajaba ojos, oídos y también los esfínteres, aunque estos últimos no más de lo conveniente.
Nunca fuimos sorprendidos, pero yo pasaba mi correspondiente miedo cada noche que aquella quinta columna justiciera sacaba algunas truchas del río con tal de que no lo hicieran los forasteros. Curiosamente, la defensa de “nuestras truchas” cursaba contra las propias truchas que al día siguiente pasaríamos por la sartén y cuyas espinas se comerían los cerdos para no dejar pistas. Daños colaterales de nuestro empeño por demostrar que no había autoridad que nos dijera que hacer con lo que era nuestro. ¡Faltaría más!
(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
http://lembranzas. wordpress. com/2014/04/27/quinta-columna/