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MANZANEDA DE OMAÑA: Gente que de chicos usamos en la escuela una pizarra...

Gente que de chicos usamos en la escuela una pizarra con marco de madera para aprender a sumar sin despilfarrar el papel de los cuadernos que eran más bien escasos, se nos puede ver usando el dedo para escribir o seleccionar información en una tablet con el mismo desparpajo con que entonces movíamos el pizarrín por la pizarra escolar. La apariencia es tan similar entre los dos objetos, que podría aventurarse que Esteve Jobs fue a una escuela como la mía y que toda la vida mantuvo en su trastienda mental el proyecto de construir una pizarra sin pizarrín, en la que no hubiera que escupir antes de borrar la última suma con la manga del jersey. Si esta especulación fuese cierta, Jobs habría protagonizado un salto tecnológico impensable para casi todos sus condiscípulos, menos visionarios que él.

A mitad del siglo veinte el resto de utensilios, objetos y herramientas de la vida diaria en un pueblo como Vegarienza eran tan toscos como la pizarra escolar y también experimentarían en pocos años cambios importantes. Nos movíamos en un entorno de fuerza bruta conjunta de hombres y animales, apenas mitigado por el uso de la rueda y la palanca en sus distintas variantes.

Quizá la carretilla sea el paradigma de la afirmación anterior. Disponía de una rueda por todo signo de modernidad y un receptáculo para el acarreo de cualquier tipo de materiales, desde estiércol a piedras de río, por lo que debía ser robusta. Y a la vista de la fotografía de cabecera, lo era sin duda por lo recio de sus maderas y refuerzos metálicos. No se producían en ninguna factoría, las construían entre el carpintero y el herrero con el propósito de perdurar por generaciones. El resultado era un artefacto que normalmente pesaba más que lo que se iba a transportar. Recuerdo llevarla cargada de la mezcla de estiércol y de paja usada como mullido desde la cuadra de las vacas hasta el esterquero, con la rueda de hierro resbalando en el empedrado de cantos rodados del jardín, llevándome a mi detrás como un zarandillo en difícil equilibrio para controlar el rumbo que a veces terminaba con toda la pastelada en mitad del corral.

La polea, otra rueda y una simple soga, permitía subir y bajar los materiales al andamio o sacar agua del pozo. Al lado de todas las variantes de rueda, inventadas miles de años antes de Cristo, había hombres o animales haciendo un esfuerzo ímprobo por mover las cosas de sitio. El sudor bíblico en la frente de los hombres y en la testuz de los animales que habían domesticado, sus máquinas blandas y silenciosas.

En el ámbito de las tareas caseras también había utensilios rústicos que seguramente contaban con muchos siglos de uso. Quizá el mas primitivo fuera el odre, un recipiente hecho con un pellejo de cabrito cosido y taponado, que era mecido durante horas por las mujeres para obtener la mantequilla. Las planchas para alisar la ropa aún eran alimentadas con brasas de la cocina. Y qué decir del huso con el que mi abuela convertía en ovillos durante las noches de invierno la lana de la última esquila. A su lado tía Blanca manejaba una máquina singular, la rueca, que en teoría hacía más llevadera esta tarea. Entre tanto utensilio rudimentario y antiquísimo destacaba una joya tecnológica y singular, la máquina de coser, que era tratada con mimo porque permitía a aquellas intrépidas mujeres vestir a toda la familia y confeccionar el ajuar doméstico.

Había otras herramientas también muy antiguas pero mucho más estilizadas que la carretilla, como el guadaño y el arado romano que no cambiaron en siglos porque quizá habían llegado ya al umbral de la simplificación. La sencillez en las cosas las estiliza a medida que aumenta su utilidad. Julio el de tía Blanca me decía que en algunos sitios acoplaban una especie de rastrillo al guadaño que dejaba la yerba de los marallos ya extendida. Le hice que me lo explicara muchas veces, pero a pesar de sus esfuerzos nunca conseguí entender el invento pues no comprendía que a un segador, que necesitaba emplear toda su fuerza para mover el guadaño, se le pudiera añadir otra tarea simultánea. Nunca lo vi.

Creo que la primera máquina que yo vi, siendo un renacuajo en Sosas, fue la máquina de majar. Era un engendro mecánico formado por un motor de gasolina de un solo cilindro, que para evitar que saliera dando botes por la era lo sujetaban al terreno clavándolo con unas barras de hierro. Hacía rotar una polea de hierro alrededor de la que se colocaba una banda de cuero que impulsaba la trilladora que engullía los manojos de centeno, disparando por un lado ráfagas de paja que las mujeres llevaban a los atadores de mañizas y por otro el preciado grano. Hacía un ruido ensordecedor pero era tremendamente eficaz, pues se merendaba una facina en un par de horas. Acabó con aquel espectáculo de ballet que era el grupo de majadores enfrentados dos a dos, aporreando las espigas acompasadamente a fuerza de riñones como se había hecho desde tiempo inmemorial. Había irrumpido en Omaña la primera máquina, metálica y ruidosa.

Cuando llegué a Madrid hacía mil novecientos sesenta y dos, pude constatar que allí las cosas no eran muy diferentes. En la estación los maleteros acarreaban las maletas en carretillas de tracción humana, de los andamios colgaban las cuerdas que gobernaban las poleas y por las calles se veían carros tirados por animales. Obras de ingeniería como la ampliación del Metro se hacían excavando túneles manualmente y sacando la tierra en calderos que elevaban a la superficie con tornos de madera movidos a mano. La magnitud de escala entre la ciudad y el pueblo era evidente, pero exceptuando el transporte casi todo se movía con esfuerzo humano o animal, igual que en Omaña.

Hubo un momento en que todo empezó a cambiar muy rapidamente. Un verano vi a Julio evolucionando por el prado montado en un engendro con forma de triciclo y manillar de bicicleta, que con unos peines oscilantes segaba la yerba. Adiós al dolor de riñones que daba segar a guadaño. Otro día le vi sacar agua del pozo de la noria con una ruidosa bomba de gasolina para regar las patatas. Adiós a la fatiga del burro en un incesante girar moviendo los cangilones que subían el agua. Más adelante vi que unas vacas pastaban en un prado sin que nadie estuviera pendiente de ellas. Había aparecido el pastor eléctrico, una simple batería conectada a un alambre que fijaba la frontera de donde las vacas no debían pasar. Me asombré de la sencillez del invento y me dije que con aquello yo no hubiera disfrutado las ricas experiencias que se relatan en “Las Llamas de Castriello“.
Enseguida llegaron las empacadoras, los tractores, las ordeñadoras y en las cocinas apareció el gas butano, la minipimer y la olla exprés. Las vacas dejaron de tirar de los carros, que junto con los trillos se llevaron los anticuarios para adornar las casas de la gente pudiente, y ya no fue necesario ir al monte a cortar leña para cocinar.

Estos avances aliviaban el esfuerzo y no se tradujo inicialmente en que hubiera gente que se quedara sin ocupación, salvo algún burro que ya no era necesario para mover la noria. Si posibilitaban que el mismo trabajo se pudiera hacer con menos gente, lo que hizo menos crítica la pérdida paulatina de habitantes en los pueblos. Ahora muchos tractores deben estar tan ociosos como los carros a los que jubilaron. Menos mal que, a diferencia de las vacas, no comen si no trabajan. Estos cambios no han cesado desde entonces.

Probablemente los que de niños usamos la pizarra escolar, apreciemos más que nadie el prodigio de la tablet. En cierto sentido somos unos afortunados. Doblemente afortunados creo yo, pues nuestra edad nos evitará presenciar algo que no debe estar muy lejano. En algún lugar estarán diseñando un homínido robotizado, experto y dócil y sin prisa por volver a casa, que hará con los nietos de nuestros nietos lo que Jobs hizo con la pizarra y el tractor con el arado romano. Como los robots no cotizan ni tributan, ¿quien pagará las escuelas y las recetas? Miedo me da. Claro que, bien pensado, ¿de qué sirve que los robots fabriquen bienes que nadie podrá comprar? A alguien le tendrá que entrar un ataque de sensatez. Progreso si, pero socialmente sostenible. Ojalá. Si no es así, más valdría volver al pizarrín y al odre de mazar, sostenibilidad a ultranza y trabajo para todos.

(Seguramente, las cosas sucedieron casi tal como las recuerdo. De las sensaciones no tengo duda.)
http://lembranzas. wordpress. com/2014/03/15/hombres-y-besti as/