Curado el dedo sin secuelas graves, volví a ello y pronto me subí encima de la barra aprovechando el mojón kilométrico del final del pajar. Como los pies no llegaban a los pedales, tenía que balancearme hacia un lado y a otro de forma que el muslo del pié que estaba arriba pasase por encima de la barra para suplementar la longitud de la pierna que tenía que acompañar al otro pedal hasta abajo. Ahora el cuerpo oscilaba a un lado y otro de la bicicleta, pareciendo en cada pedalada que intentaba bajarme de la bici una vez por cada costado. Éramos una bicicleta y un cuerpo de niño que ascendía por el lado izquierdo y descendía por el derecho y así sucesivamente. Posiblemente los lumbagos en la edad adulta tengan su causa en aquellos movimientos de cadera y torsiones de columna.
Cuando dominé aquella técnica, me aventuré a ir por el pueblo bajándome de la bicicleta cada vez que me cruzaba con un grupo de vacas o un carro y tuve que aprender a dominar a la condenada bicicleta que se empeñaba en pasar justo por donde yo había decidido que no había que pasar, ya fuera porque había una piedra o un bache. Parecía que la bici tenía voluntad propia, como la burra de mi abuelo, o que un fuerte imán la atraía hacia los obstáculos que yo quería sortear. En una ocasión, bajando desde casa Selima vi a la altura de la casa de Santos subir al tío Baldomino (el hermano de mi abuela) y decidí apartarme, como era natural. Pues no lo conseguí. Parecía que el imán del que hablaba antes lo llevara puesto encima tío Baldomino, probablemente debajo de la boina, y no tuve más remedio que pasarle por encima con la bicicleta a la vista de unos cuantos vecinos que, de ahí en adelante, se arrimaban bien a la cuneta cada vez que me veían acercarme a ellos tripulando la bicicletona que parecía controlarme a mí más que yo a ella. Me deshice en disculpas con el tío, al que afortunadamente no le pasó nada, pero que apuro y que bronca. Castigado durante bastante tiempo sin coger la bicicleta.
Como no hay mal que cien años dure, volví a la carga y terminé siendo bastante habilidoso. Iba a todas las partes con la bicicleta, me bajaba de ella como los hombres pasando la pierna por encima del sillín y aprendí a quedarme parado usando los pedales y los frenos, tal como había visto hacer a Genaro el del herrero. Subía por las peñas y podía llegar a las llamas de Castriello sin bajarme de la bici. Más adelante, esta habilidad me permitió ganar en las fiestas alguna carrera de lentitud y ensartar anillas en las carreras de cintas. Pero nunca fui tan habilidoso como Genaro, pues no conseguí manejar la bici al revés, sentado en el manillar y mirando en sentido contrario a la marcha.
Cuando quería llamar la atención hacía lo que había visto a otros, sujetar unos cartones con pinzas de la ropa a la horquilla trasera de forma que tropezasen con los radios y me paseaba petardeando por el pueblo, tan ufano como si fuera en la moto del guardamontes de Garueña. Más adelante me convertí en un experto en separar el polvo de la paja, eliminando de las bicicletas que cayeron en mis manos todo lo superfluo. Primero las descargaba de los guardabarros, del guardacadenas, del faro y la dinamo pues creía que estaban puestos en la bicicleta solo para hacer ruido o estorbar. Freno que se estropeaba, era sustituido por la suela de mi alpargata; quitado el timbre, lo suplía silbando y así la bicicleta ganaba en esbeltez y ligereza. Al poco la bicicleta podía considerarse el paradigma de la sencillez, todo lo que quedaba era imprescindible. Eran bicicletas que no hacían ruido, ya que todo lo que podía tintinear se había suprimido. Así debió ser la bicicleta primigenia.
Cuando dominé aquella técnica, me aventuré a ir por el pueblo bajándome de la bicicleta cada vez que me cruzaba con un grupo de vacas o un carro y tuve que aprender a dominar a la condenada bicicleta que se empeñaba en pasar justo por donde yo había decidido que no había que pasar, ya fuera porque había una piedra o un bache. Parecía que la bici tenía voluntad propia, como la burra de mi abuelo, o que un fuerte imán la atraía hacia los obstáculos que yo quería sortear. En una ocasión, bajando desde casa Selima vi a la altura de la casa de Santos subir al tío Baldomino (el hermano de mi abuela) y decidí apartarme, como era natural. Pues no lo conseguí. Parecía que el imán del que hablaba antes lo llevara puesto encima tío Baldomino, probablemente debajo de la boina, y no tuve más remedio que pasarle por encima con la bicicleta a la vista de unos cuantos vecinos que, de ahí en adelante, se arrimaban bien a la cuneta cada vez que me veían acercarme a ellos tripulando la bicicletona que parecía controlarme a mí más que yo a ella. Me deshice en disculpas con el tío, al que afortunadamente no le pasó nada, pero que apuro y que bronca. Castigado durante bastante tiempo sin coger la bicicleta.
Como no hay mal que cien años dure, volví a la carga y terminé siendo bastante habilidoso. Iba a todas las partes con la bicicleta, me bajaba de ella como los hombres pasando la pierna por encima del sillín y aprendí a quedarme parado usando los pedales y los frenos, tal como había visto hacer a Genaro el del herrero. Subía por las peñas y podía llegar a las llamas de Castriello sin bajarme de la bici. Más adelante, esta habilidad me permitió ganar en las fiestas alguna carrera de lentitud y ensartar anillas en las carreras de cintas. Pero nunca fui tan habilidoso como Genaro, pues no conseguí manejar la bici al revés, sentado en el manillar y mirando en sentido contrario a la marcha.
Cuando quería llamar la atención hacía lo que había visto a otros, sujetar unos cartones con pinzas de la ropa a la horquilla trasera de forma que tropezasen con los radios y me paseaba petardeando por el pueblo, tan ufano como si fuera en la moto del guardamontes de Garueña. Más adelante me convertí en un experto en separar el polvo de la paja, eliminando de las bicicletas que cayeron en mis manos todo lo superfluo. Primero las descargaba de los guardabarros, del guardacadenas, del faro y la dinamo pues creía que estaban puestos en la bicicleta solo para hacer ruido o estorbar. Freno que se estropeaba, era sustituido por la suela de mi alpargata; quitado el timbre, lo suplía silbando y así la bicicleta ganaba en esbeltez y ligereza. Al poco la bicicleta podía considerarse el paradigma de la sencillez, todo lo que quedaba era imprescindible. Eran bicicletas que no hacían ruido, ya que todo lo que podía tintinear se había suprimido. Así debió ser la bicicleta primigenia.