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MANZANEDA DE OMAÑA: Publicado el 25 de octubre de 2013 por Emilio G. de...

Publicado el 25 de octubre de 2013 por Emilio G. de la Calzada

Se podría afirmar que desde la generación de mis abuelos para atrás, la vida de los padres era bastante cómoda si nos atenemos a la gobernanza de la casa. Eran dueños de sus pequeñas o grandes haciendas, los animales de la casa les reconocían como dueños, alguno había que hasta movía el rabo de júbilo al verles, y sus hijos les profesaban respeto y sumisión casi sin límites. Ocupaban con naturalidad el puesto que antes fue de sus padres, a los que ellos también habían respetado hasta la saciedad.

Cada verano cuando llegábamos a Vegarienza, recuerdo la extrañeza que me producía oír como mi madre se dirigía a sus padres tratándoles de usted, tal como se hace con desconocidos o con quien se tiene poca confianza, en contraste con el tuteo con que nos relacionábamos los hermanos con mis padres.

En la generación de mi madre, lo de honrar padre y madre se llevaba a rajatabla. Todos los hermanos trataban de usted a mis abuelos y no recuerdo haber oído nunca una conversación en la que la última palabra no la dijera el abuelo. Incluso tomaba decisiones de gran trascendencia en la vida de los hijos, hombres y mujeres hechos y derechos, que se aceptaban sin rechistar. Como quien estudiaba y quien se quedaba en la casa para ayudar a los padres en el quehacer diario.

Cuando en casa de mis abuelos en Vegarienza vivía también la familia de tío Baldomino y Blanca porque estaban a la espera de que terminaran su propia casa, después de cenar bajaban mis abuelos a la cocina de la planta baja y todos juntos rezaban el Rosario. Al acabar, todos besaban las manos de los padres en prueba de respeto y sumisión. En esa tarea de exacerbar el respeto a los padres estaban desde tiempo inmemorial los curas, que desde el atril o el púlpito leían en grandes libros con hojas de canto dorado lo que Dios había dicho y luego lo interpretaban al pueblo ignorante, pendientes de promocionar el respeto sin límite a los progenitores. Mis tías me dicen que cuando se confesaban en Sosas del Cumbral con don Restituto, su intérprete de entonces, además de los rezos asociados al perdón de sus pecados, la penitencia incluía siempre besar la mano a sus padres. Y se la besaban con unción, aunque fuera la mano que te había azotado con o sin razón poco antes.

Lo de besar la mano era el principal signo externo de respeto y los curas-intérpretes se cuidaron mucho de incluirse ellos mismos como receptores de este gesto. Recuerdo haber besado muchas manos de curas y el revuelo que se formaba cuando aparecía uno por donde un grupo de chavales jugábamos. Salíamos disparados revoloteando a su alrededor, intentando ser el primero en besarle la mano.

Los intérpretes sabían que si controlaban a los padres a través de la norma moral, potenciando la sumisión a los padres los curas tendrían controlados a los hijos. Para ello había que promover que los padres tuvieran potestad absoluta sobre su descendencia. Y esta era total, en el corazón y en los signos externos.

Hasta aquí la reseña costumbrista que tenía intención hacer, pero releyéndolo me ha parecido tan desproporcionada la relación que yo tenía con mis padres comparada con el respeto extremo que mi madre y mis tíos tenían hacía mis abuelos, que he querido buscar alguna explicación. Lo que sigue son solo opiniones y conjeturas y huelga decir que detrás de lo que digo no hay ningún sesudo estudio ni años de pensar en ello. Y por supuesto, lo hago con todo el respeto a creencias de las que participé hasta bien talludito. Y si alguno no lee más allá, será tenido por lector juicioso.

Yo había estudiado los Díez Mandamientos en el catecismo del padre Astete y no debía haber comprendido en toda su trascendencia lo de “honrar padre y madre“, como me sucedía con muchas frases del Padrenuestro y otras oraciones que aún repetidas hasta la saciedad solo eran eso, una retahíla sin sentido y sin significado alguno para mí. Desde luego no era capaz de relacionar aquel escueto mandato de cuatro palabras con el respeto casi enfermizo que percibía hacía mis abuelos.

Uno de los pasajes que recuerdo que más desazón me produjo en clase de Historia Sagrada, fue cuando nos explicaban que Isaac iba a ser sacrificado por su padre Abraham porque así se lo había pedido Dios. Solo en el último momento y con el puñal ya en alto, un ángel detuvo su mano porque había demostrado ser temeroso del Padre y le dijo que, en vez de Isaac, matara un carnero como ofrenda. Esa era la moraleja, había que ser temeroso del Padre hasta el punto de no dudar en matar a su hijo si Él se lo pedía. Nunca oí a ningún profesor de religión decir que quizá Abraham se había pasado un poco en la obediencia ciega al Padre. Parecían estar de acuerdo en que Abraham iba a hacer lo correcto. Isaac dejándose degollar, había pasado del respeto a la sumisión.