Publicado el 29 de diciembre de 2013 por Emilio G. de la Calzada
Placa en Murias de Paredes conminando a los conductores a poner sus vehículos a la velocidad de los viandantes.
Cada vez que me veo obligado a parar el coche en el arcén de una autovía, el turbonazo de aire que desplazan los coches a gran velocidad me recuerda que me estoy jugando la vida. Esa misma velocidad que no se percibe si vas al volante, cuando eres un viandante te parece desproporcionada, poco humana, y pone en evidencia que los caminantes y los vehículos ocupan dos mundos distintos, como paralelos, que cuando se cruzan suele resultar fatal para los de a pie. En mi época de chaval, los vehículos y las personas convivíamos en el mismo espacio casi sin molestarnos. Las calles podían cruzarse por cualquier parte, los conductores sabían que estaban invadiendo territorio ajeno y solían ser bastante pacientes y considerados aunque algunos empezaban a reclamar su espacio tirando de bocina. En los puntos de conflicto de algunas ciudades como León o Ponferrada aún sin semáforos, el guardia urbano con su casco y manoplones blancos, un espectáculo imposible de pasar por alto, decidía cuando pasaban los coches y cuando los viandantes, todavía en un tono amable y sin conflictos. En los pueblos los vehículos aún no resultaban molestos y a veces se tomaban como una oportunidad para divertirse o ahorrarse una caminata, pues eran muy asequibles sobre todo cuesta arriba. Cuando llegué a Villablino en 1954 ya me había desconchado muchas veces las rodillas en Roa de Duero al tirarme en marcha de la parte de atrás del coche del médico, al que nos subíamos cada vez que lo encontrábamos subiendo una cuestecita donde aminoraba su velocidad de forma importante. Era un coche negro con la rueda de repuesto colocada en la parte de atrás, que utilizábamos de asidero hasta subir los pies al parachoques trasero al que arruinábamos el niquelado con nuestras botas llenas de barro. El conductor no se enteraba que llevaba un polizón, pues las ventanillas eran muy pequeñas, no tenía espejo retrovisor y solo se percataba de lo que sucedía delante de su parabrisas. Subir era relativamente fácil, pero complicado tirarse en marcha si te entretenías lo suficiente como para que el coche se embalase remontada la cuesta. La baja velocidad y la ausencia de visibilidad hacía atrás, propiciaba que los peatones “abusáramos” de las máquinas rodantes. En esta época aparecieron en Villablino las isocarros y recuerdo como le echábamos carrerillas a Ferreras cuando él iba empujando a su moto, cargada hasta los topes de carbón, con la mente y rezando para que no se le parase en mitad de la cuesta. Aquella velocidad de isocarros y camiones, tan próxima a la humana cuando llegaban a las cuestas, facilitaba que algunos chavales en bici se engancharan a las cajas de los camiones cuando pasaban por su lado y así subir sin esfuerzo las curvas que subían desde Rioscuro o la cuesta de la estación. O si coincidías con el autobús de Beltrán cuando casi se paraba, no había ningún reparo en subirse a las escalerillas traseras para ahorrarte una caminata hasta el bar Aída, donde te apeabas como si tal cosa. Las cuestas igualaban la velocidad de las máquinas y las personas y los descerebrados nos aprovechábamos de ello sin parar mientes en el riesgo que corríamos. Yo era un ciclista que asumía que las cuestas había que subirlas a base de piernas y pulmones y las afrontaba estoicamente intentando no tener que echar pie a tierra. Y así era casi siempre menos con la cuesta de la estación. La empezaba con furia, embalando la bicicleta en la plazuela de la estación y me iba desinflando poco a poco hasta que cerca de arriba, antes de llegar a la zapatería de Rouco, me apeaba mientras apretaba el freno para evitar que la bicicleta se escurriese hacía atrás y a menudo bajando la cabeza avergonzado si había alguien observando. Aquella cuesta me minaba la moral. Vez tras vez fracasaba en mi empeño mientras veía como algunos chavales la subían tan ricamente, enganchados a la caja de algún camión que se atrevía a trepar por aquel muro. Yo despreciaba a aquellos ciclistas ventajistas, mientras seguía estrellándome una y otra vez contra la cuesta por mi falta de fuerza. Pero igual que la virtud de un anacoreta dura hasta que se topa con una doncella maciza, yo empecé a pensar que aquella cuesta me la subiría con la gorra si en vez de tanto bache y piedra suelta, a causa de las torrenteras que formaban las lluvias, estuviera bien asfaltada. Que si la bicicleta de Correos que yo usaba era muy pesada, que el problema no estaba en la pendiente sino en las piedras, que si la cuesta acabara cincuenta metros antes estaría chupado, que la gravedad en Villablino tenía muy mala leche,…..
Placa en Murias de Paredes conminando a los conductores a poner sus vehículos a la velocidad de los viandantes.
Cada vez que me veo obligado a parar el coche en el arcén de una autovía, el turbonazo de aire que desplazan los coches a gran velocidad me recuerda que me estoy jugando la vida. Esa misma velocidad que no se percibe si vas al volante, cuando eres un viandante te parece desproporcionada, poco humana, y pone en evidencia que los caminantes y los vehículos ocupan dos mundos distintos, como paralelos, que cuando se cruzan suele resultar fatal para los de a pie. En mi época de chaval, los vehículos y las personas convivíamos en el mismo espacio casi sin molestarnos. Las calles podían cruzarse por cualquier parte, los conductores sabían que estaban invadiendo territorio ajeno y solían ser bastante pacientes y considerados aunque algunos empezaban a reclamar su espacio tirando de bocina. En los puntos de conflicto de algunas ciudades como León o Ponferrada aún sin semáforos, el guardia urbano con su casco y manoplones blancos, un espectáculo imposible de pasar por alto, decidía cuando pasaban los coches y cuando los viandantes, todavía en un tono amable y sin conflictos. En los pueblos los vehículos aún no resultaban molestos y a veces se tomaban como una oportunidad para divertirse o ahorrarse una caminata, pues eran muy asequibles sobre todo cuesta arriba. Cuando llegué a Villablino en 1954 ya me había desconchado muchas veces las rodillas en Roa de Duero al tirarme en marcha de la parte de atrás del coche del médico, al que nos subíamos cada vez que lo encontrábamos subiendo una cuestecita donde aminoraba su velocidad de forma importante. Era un coche negro con la rueda de repuesto colocada en la parte de atrás, que utilizábamos de asidero hasta subir los pies al parachoques trasero al que arruinábamos el niquelado con nuestras botas llenas de barro. El conductor no se enteraba que llevaba un polizón, pues las ventanillas eran muy pequeñas, no tenía espejo retrovisor y solo se percataba de lo que sucedía delante de su parabrisas. Subir era relativamente fácil, pero complicado tirarse en marcha si te entretenías lo suficiente como para que el coche se embalase remontada la cuesta. La baja velocidad y la ausencia de visibilidad hacía atrás, propiciaba que los peatones “abusáramos” de las máquinas rodantes. En esta época aparecieron en Villablino las isocarros y recuerdo como le echábamos carrerillas a Ferreras cuando él iba empujando a su moto, cargada hasta los topes de carbón, con la mente y rezando para que no se le parase en mitad de la cuesta. Aquella velocidad de isocarros y camiones, tan próxima a la humana cuando llegaban a las cuestas, facilitaba que algunos chavales en bici se engancharan a las cajas de los camiones cuando pasaban por su lado y así subir sin esfuerzo las curvas que subían desde Rioscuro o la cuesta de la estación. O si coincidías con el autobús de Beltrán cuando casi se paraba, no había ningún reparo en subirse a las escalerillas traseras para ahorrarte una caminata hasta el bar Aída, donde te apeabas como si tal cosa. Las cuestas igualaban la velocidad de las máquinas y las personas y los descerebrados nos aprovechábamos de ello sin parar mientes en el riesgo que corríamos. Yo era un ciclista que asumía que las cuestas había que subirlas a base de piernas y pulmones y las afrontaba estoicamente intentando no tener que echar pie a tierra. Y así era casi siempre menos con la cuesta de la estación. La empezaba con furia, embalando la bicicleta en la plazuela de la estación y me iba desinflando poco a poco hasta que cerca de arriba, antes de llegar a la zapatería de Rouco, me apeaba mientras apretaba el freno para evitar que la bicicleta se escurriese hacía atrás y a menudo bajando la cabeza avergonzado si había alguien observando. Aquella cuesta me minaba la moral. Vez tras vez fracasaba en mi empeño mientras veía como algunos chavales la subían tan ricamente, enganchados a la caja de algún camión que se atrevía a trepar por aquel muro. Yo despreciaba a aquellos ciclistas ventajistas, mientras seguía estrellándome una y otra vez contra la cuesta por mi falta de fuerza. Pero igual que la virtud de un anacoreta dura hasta que se topa con una doncella maciza, yo empecé a pensar que aquella cuesta me la subiría con la gorra si en vez de tanto bache y piedra suelta, a causa de las torrenteras que formaban las lluvias, estuviera bien asfaltada. Que si la bicicleta de Correos que yo usaba era muy pesada, que el problema no estaba en la pendiente sino en las piedras, que si la cuesta acabara cincuenta metros antes estaría chupado, que la gravedad en Villablino tenía muy mala leche,…..