Nos aclaraba a cuanto estaba cobrando la docena y los huevos que podía vendernos. Entraba a la cocina y volvía con los huevos en una fuente o en una cesta desde donde los pasábamos a la huevera y a la bolsa. En la mayor parte de las casas los huevos estaban limpios pero en otras nos los sacaba la señora pringados de gallinaza. Por el aspecto de la dueña nosotros podíamos adivinar en que casa las gallinas no usaban papel de limpiarse el culo antes de poner los huevos, pero no estaban las circunstancias para ser remilgados pues sabíamos que por dentro todos eran iguales. Pagábamos y emprendíamos el regreso hacía la puerta mirando atentamente al perro, que ya no nos prestaba la más mínima atención. Después de salir de la casa pasaban algunos minutos hasta recuperar la calma y poder así soportar el trago que iba a suponer la siguiente vivienda con su correspondiente perro guardián.
Si algún día supero mis reparos a publicar el relato “Crueldad innecesaria” por su crudeza, se podrá ver como lamento el acoso a que sometíamos a los perros que encontrábamos apareados, achacándolo a la envidia y cuan gratuita era aquella violencia. Pero acabo de caer en la cuenta de que algo de aquella actitud violenta podría justificarse por un sentimiento de desquite de los malos ratos que nos habían hecho pasar los perros en el desarrollo de actividades tan pacíficas como andar en bicicleta o comprar huevos.
Cuando habíamos terminado con todas las casas del pueblo o ya teníamos huevos suficientes, emprendíamos el camino de vuelta a Vega no sin pasar antes por casa de la abuela de mi primo por si caía otro trozo de mazapán. Caminábamos con cuidado amortiguando con los brazos el efecto de nuestras pisadas en el camino, pues los huevos iban uno encima de otro sin más protección.
A medida que nos alejábamos de Garueña y sus perros el efecto de la adrenalina se diluía, respirábamos hondamente y comenzaba a emerger la necesidad de relajarnos con alguna actividad física para compensar la autocontención que nos habíamos impuesto a la ida. Enseguida nos bullían en la cabeza las ideas que habíamos descartado a la ida y que ahora acudían en tropel a nuestras mentes.
Se nos hacía irresistible la necesidad de ver si en algún pozo del río había truchas e incluso intentábamos pescarlas si veíamos donde se escondían. O mi primo se empeñaba en enseñarme los artilugios de madera que había fabricado con sus tíos y primos en su última estancia en Garueña, que solían reproducir el rodezno de un molino que aún seguía dando vueltas incansablemente en algún punto del Baltaín. O era inaplazable la necesidad de cortar una vara que nos parecía buena para fabricar una cachaba o para hacer un chiflo.
Entre tanta actividad había que saltar paredes y ribazos, manteniendo el difícil equilibrio de la huevera y la bolsa, dejar los huevos a la sombra y en lugar seguro a salvo de mirlas, grajos, lagartos y culebras. Y casi siempre surgía el desastre. No tan grande como el del tonto de la manteca, pero algún huevo terminaba perjudicado.
Si los huevos rotos eran uno o dos y habíamos tenido la suerte de que alguna mujer nos hubiera regalado un par de huevos por eso de conocer a mi primo, tirábamos los rotos bien escondidos en un zarzal y seguíamos camino desconsolados pues aquella noche comeríamos un solo huevo en vez de dos, el que nos tocaba y el que nos habían regalado. Si no había huevos regalados sabíamos que tendríamos bronca gorda y seríamos objeto de burla del resto de comedores de huevos que nunca imaginarían lo que habíamos pasado, casi jugándonos la vida para que ellos pudieran cenar.
Si los huevos solo estaban estallados pero no se salía el contenido, sabíamos que se podían cenar esa misma noche y la bronca sería menor. O la tía Pili haría con ellos un flan o unas rosquillas que, injustamente, no probaríamos los culpables del estropicio por falta de cuidado con las cosas de comer. Si todos los huevos llegaban enteros y las vueltas del dinero eran correctas, no pasaba nada. Habíamos hecho lo que había que hacer y allá nosotros con los sustos de los perros. Ya decía yo al principio que esto de los huevos era un asunto peligroso y desagradecido.
Si algún día supero mis reparos a publicar el relato “Crueldad innecesaria” por su crudeza, se podrá ver como lamento el acoso a que sometíamos a los perros que encontrábamos apareados, achacándolo a la envidia y cuan gratuita era aquella violencia. Pero acabo de caer en la cuenta de que algo de aquella actitud violenta podría justificarse por un sentimiento de desquite de los malos ratos que nos habían hecho pasar los perros en el desarrollo de actividades tan pacíficas como andar en bicicleta o comprar huevos.
Cuando habíamos terminado con todas las casas del pueblo o ya teníamos huevos suficientes, emprendíamos el camino de vuelta a Vega no sin pasar antes por casa de la abuela de mi primo por si caía otro trozo de mazapán. Caminábamos con cuidado amortiguando con los brazos el efecto de nuestras pisadas en el camino, pues los huevos iban uno encima de otro sin más protección.
A medida que nos alejábamos de Garueña y sus perros el efecto de la adrenalina se diluía, respirábamos hondamente y comenzaba a emerger la necesidad de relajarnos con alguna actividad física para compensar la autocontención que nos habíamos impuesto a la ida. Enseguida nos bullían en la cabeza las ideas que habíamos descartado a la ida y que ahora acudían en tropel a nuestras mentes.
Se nos hacía irresistible la necesidad de ver si en algún pozo del río había truchas e incluso intentábamos pescarlas si veíamos donde se escondían. O mi primo se empeñaba en enseñarme los artilugios de madera que había fabricado con sus tíos y primos en su última estancia en Garueña, que solían reproducir el rodezno de un molino que aún seguía dando vueltas incansablemente en algún punto del Baltaín. O era inaplazable la necesidad de cortar una vara que nos parecía buena para fabricar una cachaba o para hacer un chiflo.
Entre tanta actividad había que saltar paredes y ribazos, manteniendo el difícil equilibrio de la huevera y la bolsa, dejar los huevos a la sombra y en lugar seguro a salvo de mirlas, grajos, lagartos y culebras. Y casi siempre surgía el desastre. No tan grande como el del tonto de la manteca, pero algún huevo terminaba perjudicado.
Si los huevos rotos eran uno o dos y habíamos tenido la suerte de que alguna mujer nos hubiera regalado un par de huevos por eso de conocer a mi primo, tirábamos los rotos bien escondidos en un zarzal y seguíamos camino desconsolados pues aquella noche comeríamos un solo huevo en vez de dos, el que nos tocaba y el que nos habían regalado. Si no había huevos regalados sabíamos que tendríamos bronca gorda y seríamos objeto de burla del resto de comedores de huevos que nunca imaginarían lo que habíamos pasado, casi jugándonos la vida para que ellos pudieran cenar.
Si los huevos solo estaban estallados pero no se salía el contenido, sabíamos que se podían cenar esa misma noche y la bronca sería menor. O la tía Pili haría con ellos un flan o unas rosquillas que, injustamente, no probaríamos los culpables del estropicio por falta de cuidado con las cosas de comer. Si todos los huevos llegaban enteros y las vueltas del dinero eran correctas, no pasaba nada. Habíamos hecho lo que había que hacer y allá nosotros con los sustos de los perros. Ya decía yo al principio que esto de los huevos era un asunto peligroso y desagradecido.