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“Hice vuelo sin motor con 90 años y no quiero morir sin volar otra vez”

Marcelina Martínez apenas pudo ir a la escuela para empezar a trabajar, en su vejez mantiene una intensa actividad en talleres de poesía, inglés, voluntaria...

Marcelina Martínez en una foto dehace solo tres días. M. MARCOS

F. Fernández / León
Ay, ¿qué os voy a contar si ya no doy pie con bola, ya no me acuerdo de las cosas como antes”.
- ¿No se acordará de alguna poesía de esas que escribe?
- Bueno, eso sí, con la que gané el primer premio era de una flor, decía que “con aroma de jazmín / de aroma y de yerbabuena / era un perfume especial / ¡qué lástima que se pierda...”, es más larga, ¿os la digo?
- No hace falta. ¿Se acuerda cuando nació?
- El dos de abril de1919. En Villaornate, no te olvides de ponerlo para que lo sepan en mi pueblo, que como marché muy pronto de allí muchos no saben que soy de Villaornate.
- ¿Y se acuerda cuándo voló en ultraligero?
- ¡Coñe, claro!, cuando hice 90 años, siempre había tenido muchas ganas de volar y nada más que me lo dijeron me apunté. Y no me gustaría morir sin volar otra vez.
- Pero si va a hacer 93 años.
- Mejor, así subo, subo, hasta las nubes... y ya no bajo, me quedo en el cielo.
Los temores iniciales a que Marcelina Martínez González (“también me llamo Francisca, que no me enteré hasta muy tarde, como antes era así”) no estuviera en condiciones de contarnos su azarosa y ejemplar vida se disiparon pronto. Y es que esta mujer de casi 93 llevaba una vida realmente ajetreada y singular, vivía sola en su casa porque se arreglaba perfectamente, pero hace unos días tuvo un pequeño percance y está ahora en una residencia de ancianos. “Yo estaba muy bien pero siempre pedía que me muriera en la calle, para que me vieran, porque me daba no sé qué morirme sola y que no me encontraran en muchos días”.
Era difícil que no la encontraran en muchos días pues siempre le echarían de menos en las múltiples actividades en las que participaba pese a su edad y en las que era “la niña bonita”, la mujer querida “porque se hace querer”, explica Víctor M. Díez, su profesor en el taller de poesía.
Acude al mencionado taller de poesía, pero en los últimos tiempos también se había apuntado a inglés —“no sé ni jota de inglés pero se conoce que necesitaban gente y como a mi me gusta aprender de todo”—; está presente en todas las actividades de las Ceas municipales; es voluntaria en la Fundación Sierra Pambley; colabora con la Asociación de familiares de enfermos de alzheimer (“es que mi marido murió de alzheimer, que es la peor enfermedad que existe, siete años lo estuve cuidando y le quedé muy agradecida a la asociación, siempre salgo a pedir para ellos el día del alzehimer, que es el 20 de septiembre”)... y en los ratos libres no desprecia nada, como volar. “Fue muy emocionante, iba conmigo el campeón de España. Fue allí para la parte de Villablino, que todo el mundo estaba pendiente, pensarían pero bueno, esta vieja. No me quisiera morir sin volar otra vez”.
Cuando pone en marcha los recuerdos se olvida de su saludo inicial, de que no da pie con bola, de que casi no se puede mover... y siembra en las numerosas visitas que tiene la esperanza de que volverán a verla de nuevo en plena actividad. “Ya han estado las de las Ceas y más gente”. También el profesor de poesía, Víctor, que fue quien nos acompañó le promete volver pero sobre todo le pide que intente ser ella la que vuelva al taller. Y Marcelina se viene arriba, abre el armario y, cómo le hemos dicho que tendrá que pasar un fotógrafo, abre el armario y empieza a sacar blusas y faldas, se las enseña a ‘su profesor’ y le va preguntando: “ ¿Esta de colores me queda bien? Y tengo que pintarme, que me han dicho las del Ceas que no deje de pintarme por nada del mundo”.
- ¿Ves esta ropa? Me la he hecho yo toda, toda, jamás me he comprado nada, según coso yo, ¿para qué voy a comprar?. Esta blusa me la hice con un chaleco de mi marido y estoy con ella más chula que la pana.
Es Marcelina, Marcelina Francisca, otra de esas mujeres irrepetibles y anónimas, otra de esas mujeres que hoy celebran su día sin saberlo, otra de esas trabajadoras desde que amanece y desde que era una niña. “Fui muy poco a la escuela, a los diez años ya lo dejé porque tenía que ir a servir; por eso ahora me apunto a todo, para aprender, me gusta todo. La poesía lo que más, pero también pinto, que no se me da mal, y me gusta mucho la fotografía, hago muchas fotos. Empecé con todo cuando murió mi marido, que antes con la enfermedad bastante tenía con cuidarlo y antes con trabajar, que mira que tengo trabajado en esta vida. Pero fui feliz, porque yo siempre fui muy alegre, de niña me llamaban Chispa, porque si había que cantar pues cantaba y si había que bailar, pues a bailar”.
Y sigue y sigue, la que no tenía nada que contar porque no daba pie con bola, la que nació en Villaornate y se llevó una alegría el día que regresó para recitar unas poesías en un acto y le gustó mucho a la gente. “ ¿Pero cómo que eres de Villaornate?, me decían, y yo les explicaba que claro que sí, que era la hija del señor cartero”.
Y es que estuvo poco en su pueblo. Con diez años dejó la escuela y se fue a Toral de los Guzmanes, a servir, aunque regresó a su pueblo otra vez. “Serví en casa del médico para que pudiéramos tener la avenencia de la familia”.
Hasta los quince años, que ya vino para la capital, a casa del juez José Enrique Iglesias. “Vivía en la calle Cervantes, encima del Juzgado y tenía dos sirvientas, otra y yo”. En esta etapa llega la guerra civil, de la que tiene muchos recuerdos vividos en primera persona. “Aquí en León los primeros tiros no fueron hasta el día 20, a las dos de la tarde. El día 18 era la fiesta de Santa Marina y había baile en el barrio, pero la otra chica que estaba sirviendo dijo que era mejor el baile de las Ventas y fuimos allí. A la vuelta, veníamos con unos chicos y los detuvieron... hasta hoy, nunca supimos más de ellos. Por ahí por Botines hubo unas matanzas terribles, machacaron gente joven sin piedad”.
La importancia de la casa en la que servía le hizo vivir en primera persona muchas ‘anécdotas’, que entonces eran mucho más que anécdotas. “Un día, en la casa de enfrente, vimos que estaban en el tejado con escopetas, ya nos tranquilizaron, dijeron que estaban defendiendo la casa del juez, eran los Cadórniga. Otra vez tuvimos que dormir en el suelo, porque la casa daba para la catedral y tenían apostadas allí dos ametralladoras, don Enrique nos dijo que pusiéramos los colchones en las ventanas para que amortiguaran algo los tiros si disparaban...”.
Y no cesa en sus recuerdos, en los que no están ausentes muchas historias personales, las de una joven veinteañera y, para qué disimularlo, muy guapa. “Menuda tabarra que me dio un alemán con una moto, se creían los amos porque traían tabaco en cajas. Todo el día dando vueltas, ¡menudo ruido aquella moto!, y yo no quería saber nada de él. También había otro falangista, Puche, que me decía que o era para él o me cortaba el pelo y me mandaba presa para San Marcos, pero ni caso”.
Marcelina tenía una fuerte personalidad, más fuerte que el miedo. Una vez fueron al baile a Villaobispo, iba también un chaval del grupo, Vitorino, y en aquella fiesta “no quise bailar con un militar que andaba por allí muy gallo, pero que no me gustaban sus modos. Fue y denunció a Vitorino y el hombre dio mi nombre para que avalara que no había hecho nada. ¡Menudo susto!, vino la Guardia Civil a casa, pero yo fui a la Diputación y dije lo que había y le soltaron, que lo tenían allí todo esgarramendrao”.
No se le agotan los recuerdos. Lo mucho que trabajó sirviendo y cuidando a su padre primero y a su marido después, todo lo que cosió para casa y para afuera, las veces que iba a lavar al río con su madre después de trabajar...
Hasta que llegó la jubilación y un mundo nuevo en los tiempos posteriores. La poesía, la fotografía, la pintura, la fundación Sierra Pambley, el inglés, la vocación solidaria con los enfermos...
Y volar. “Y no me quisiera morir sin volver a volar”.