En la sastrería vecina las tijeras cortaban incesantemente piezas de hilo blanco.
Tela para cubrir desde el pecho agostado de la vieja hasta la cuna del niño recién nacido.
Por el fondo llegaba otro viajero. Un solo viajero.
Vestía un traje blanco de verano con botones de nácar y llevaba puesto un guardapolvo del mismo color. Bajo su jipi recién lavado brillaban sus grandes ojos mortecinos entre su nariz afilada.
Su mano derecha era de duro yeso y llevaba colgado del brazo un cesto de mimbre lleno de huevos de gallina.
No quise dirigirle la palabra.
Parecía preocupado y como esperando que lo llamasen. Se defendía de su aguda palidez con su barba de Oriente, barba que era el luto por su propio tránsito.
Un realísimo esquema mortal ponía en mi corbata iniciales de níquel.
Aquella noche era la noche de fiesta en la cual toda España se agolpa en las barandillas para observar un toro negro que mira al cielo melancólicamente y brama de cuatro en cuatro minutos.
El viajero estaba en el país que le convenía y en la noche a propósito para. su afán de perspectivas, aguardando tan sólo el toque del alba para huir en pos de las voces que necesariamente habían de sonar.
La noche española, noche de almagre y clavos de hierro, noche bárbara, con los pechos al aire, sorprendida por un telescopio único, agradaba al viajero enfriado. Gustaba su profundidad increíble donde fracasa la sonda, y se complacía en hundir sus pies en el lecho de cenizas y arena ardiente sobre el que descansaba.
El viajero andaba por el andén con una lógica de pez en el agua o de mosca en el aire; iba y venía, sin observar las largas paralelas tristes de los que esperan el tren.
Le tuve gran lástima porque sabía que estaba pendiente de una voz, y estar pendiente de una voz es como estar sentado en la guillotina de la Revolución francesa.
Tiro en la espalda, telegrama imprevisto, sorpresa. Hasta que el lobo cae en la trampa, no tiene miedo. Se disfruta el silencio y se gusta el latido de las venas. Pero esperar una sorpresa es convertir un instante, siempre fugaz, en un gran globo morado que permanece y llena toda la noche.
El ruido de un tren se acercaba confuso como una paliza.
Yo cogí mi maleta, mientras el hombre del traje blanco miraba en todas direcciones. Al fin una voz clara, estambre de un altavoz autoritario, clamó al fondo de la estación: " ¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!" Y el viajero echó a correr dócil, lleno de unción, hasta perderse en los últimos faroles.
En el instante de oír la voz: " ¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!", se me llenó la boca de mermelada de higuera.
Hace unos momentos que estoy en casa.
Sin sorpresa he hallado mi maletín vacío. Sólo unas gafas y un blanquísimo guardapolvo. Dos temas de viaje. Puros y aislados. Las gafas, sobre la mesa, llevaban al máximo su dibujo concreto y su fijeza extraplana. El guadapolvo se desmayaba en la silla en su siempre última actitud, con una lejanía poco humana ya, lejanía bajo cero de pez ahogado. Las gafas iban hacia un teorema geométrico de demostración exacta, y el guadapolvo se arrojaba a un mar lleno de naufragios y verdes resplandores súbitos. Gafas y guardapolvo. En la mesa y en la silla. Santa Lucía y San Lázaro.
Tela para cubrir desde el pecho agostado de la vieja hasta la cuna del niño recién nacido.
Por el fondo llegaba otro viajero. Un solo viajero.
Vestía un traje blanco de verano con botones de nácar y llevaba puesto un guardapolvo del mismo color. Bajo su jipi recién lavado brillaban sus grandes ojos mortecinos entre su nariz afilada.
Su mano derecha era de duro yeso y llevaba colgado del brazo un cesto de mimbre lleno de huevos de gallina.
No quise dirigirle la palabra.
Parecía preocupado y como esperando que lo llamasen. Se defendía de su aguda palidez con su barba de Oriente, barba que era el luto por su propio tránsito.
Un realísimo esquema mortal ponía en mi corbata iniciales de níquel.
Aquella noche era la noche de fiesta en la cual toda España se agolpa en las barandillas para observar un toro negro que mira al cielo melancólicamente y brama de cuatro en cuatro minutos.
El viajero estaba en el país que le convenía y en la noche a propósito para. su afán de perspectivas, aguardando tan sólo el toque del alba para huir en pos de las voces que necesariamente habían de sonar.
La noche española, noche de almagre y clavos de hierro, noche bárbara, con los pechos al aire, sorprendida por un telescopio único, agradaba al viajero enfriado. Gustaba su profundidad increíble donde fracasa la sonda, y se complacía en hundir sus pies en el lecho de cenizas y arena ardiente sobre el que descansaba.
El viajero andaba por el andén con una lógica de pez en el agua o de mosca en el aire; iba y venía, sin observar las largas paralelas tristes de los que esperan el tren.
Le tuve gran lástima porque sabía que estaba pendiente de una voz, y estar pendiente de una voz es como estar sentado en la guillotina de la Revolución francesa.
Tiro en la espalda, telegrama imprevisto, sorpresa. Hasta que el lobo cae en la trampa, no tiene miedo. Se disfruta el silencio y se gusta el latido de las venas. Pero esperar una sorpresa es convertir un instante, siempre fugaz, en un gran globo morado que permanece y llena toda la noche.
El ruido de un tren se acercaba confuso como una paliza.
Yo cogí mi maleta, mientras el hombre del traje blanco miraba en todas direcciones. Al fin una voz clara, estambre de un altavoz autoritario, clamó al fondo de la estación: " ¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!" Y el viajero echó a correr dócil, lleno de unción, hasta perderse en los últimos faroles.
En el instante de oír la voz: " ¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro!", se me llenó la boca de mermelada de higuera.
Hace unos momentos que estoy en casa.
Sin sorpresa he hallado mi maletín vacío. Sólo unas gafas y un blanquísimo guardapolvo. Dos temas de viaje. Puros y aislados. Las gafas, sobre la mesa, llevaban al máximo su dibujo concreto y su fijeza extraplana. El guadapolvo se desmayaba en la silla en su siempre última actitud, con una lejanía poco humana ya, lejanía bajo cero de pez ahogado. Las gafas iban hacia un teorema geométrico de demostración exacta, y el guadapolvo se arrojaba a un mar lleno de naufragios y verdes resplandores súbitos. Gafas y guardapolvo. En la mesa y en la silla. Santa Lucía y San Lázaro.