DON DIEGO DE QUIÑONES LORENZANA.
Nació en León el año 1568 del matrimonio formado por D. Antonio de Quiñones Lorenzana Doña Catalina Muñatones, adoptó los apellidos de su padre que era hermano del señor de Sena, D. Lázaro de Quiñones Lorenzana. El padre de ambos, Diego de Quiñones Pimentel, había fallecido en vida de su padre, Suer Pérez de Quiñones y Quiñones, por lo que el señorío de Sena paso a su primogénito, el citado Lázaro de Quiñones.
Perteneciente a una de las familias leonesas de más alta alcurnia y sin posibilidades de de heredar dado el sistema de mayorazgos, sus posibilidades de mantener en estatus acorde con su posición social se reducían a dos, soldado o clérigo. Se decantó por la carrera de las armas y puso en ella tanto empeño que a los 20 años ya era capitán de su propia compañía, al frente de la cual participó en todos los grandes acontecimientos bélicos que se acometieron en su tiempo. Su presencia en la Armada Invencible y en los tercios de Flandes y Nápoles le llevaron a pertenecer al Consejo Colateral de Nápoles y ser admitido Caballero de la Orden de Alcántara, en la que ingresó el 21 de junio de 1611.
Su vida estuvo marcada por la guerra desde el principio hasta el final.
El año 1588 el joven Diego, con 20 años y considerado ya como un experto militar, encarga a su alférez, Jerónimo de Escalante, el reclutamiento de una compañía de soldados para engrosar el magno ejercito que el rey Felipe II proyecta enviar contra Inglaterra. Ilustres apellidos leoneses figuran entre los inscritos a las órdenes de Diego de Quiñones Lorenzana. García de Lorenzana, Melchor de Gavilanes, Juan de Gavilanes y Diego Álvarez Cuenllas son algunos de los que ha quedado constancia histórica, se sumaron otros muchos leoneses entre los que es de suponer predominarían los hombres de Luna, Babia, Omaña y Ordás.
La compañía de D. Diego se dirigió a la Coruña, donde embarcarían para unirse al grueso de la flota.
También descendía de León el Marqués de Santa Cruz, experto Almirante de la flota, cuya demostrada capacidad militar representaba una garantía para la victoria. El fallecimiento del Marqués pone al frente de la Armada al Duque de Medina Sidonia que, una vez más, tiene sus raíces en León, ya que el primer titular de la Casa no es otro que Alonso Pérez de Guzmán, que paso a la historia con el nombre de “Guzmán el Bueno”. Este fue el principio del final para la flota española, la juventud e inexperiencia del Duque condujeron al mayor revés que sufrieron las armas españolas.
La nave en la que iban los leoneses, junto con algunas otras, fue a parar a Irlanda, donde tuvieron algunos enfrentamientos armados para poder conseguir víveres. Allí perdió la vida el torrestiano D. Diego Álvarez de Cuenllas. Melchor de Gavilanes y su sobrino Juan de Gavilanes sucumbieron en los esporádicos enfrentamientos con las naves inglesas. García de Lorenzana fue dado por desaparecido.
Diezmados, hambrientos y llenos de privaciones, los leoneses que lograron regresar a su tierra siguieron, capitaneados por D. Diego, buscando la gloria enrolados en los Tercios de Flandes y Nápoles.
La amarga experiencia de la derrota solo podía endulzarse con la gloria de la victoria y con ánimo de lograrla se unió la compañía del joven capitán a los Tercios de Flandes.
Era la época en que con mano de hierro Felipe II, y más tarde Felipe III enviaron a Nápoles (Italia) y a Flandes (Holanda) a algunos de sus mejores tercios a sofocar las revueltas y acallar las posibles protestas. Aquellos tercios que se hicieron a imitación de las legiones romanas, vencedores en Maastricht y Lepanto, autentico ejército construido sobre el esqueleto famélico de unos bravos soldados, eran el arma más terrible conocida. Se decía de ellos: “Dadme un tercio de alemanes y tomare una ciudad, entregadme uno de españoles y conquistaré un reino”.
La compañía de Diego de Quiñones fue una de las reclutadas para Nápoles. Tras unos meses de bulliciosa ociosidad, su presencia fue requerida en Gaeta. Esta ciudad, confiada en la fortaleza de sus murallas, había abandonado la fidelidad a España para aliarse con la liga franco-italiana que pretendía expulsar de Nápoles los intereses de España.
Después de un largo asedio, los hombres de capitán Quiñones alcanzan las almenas y el camino de la ronda, abriéndose camino a tajos, dejando tras de sí los cuerpos de no pocos enemigos, consiguiendo ver cornado su esfuerzo con la rendición de la plaza.
Conseguida Gaeta, recibió la compañía el encargo de defender la plaza. El premio sería saquear durante un día la ciudad y recibir una gratificación que habría de engordar sus flacas bolsas. Más la recompensa no llegó, ni siquiera la paga esperada y bien merecida. El hambre se apoderó de ellos que tuvieron que mendigar el pan a los italianos. Desnudos y hambrientos siguieron conservando la plaza, en la desesperanza de verse abandonados por el rey.
La situación llegó a ser tan insostenible que el mismo capitán Quiñones relata en su testamento: “…y de mis propios y aun escasos recursos hube de pagar a mis soldados para que estos pudieran comprar pan y algún otro alimento, y calzado para sus pies pues casi todos habían perdido las botas y la mayoría de los aparejos…”.
Diego de Quiñones Lorenzana, ese capitán leones cuya presencia en Milán, América, la Armada Invencible y Flandes recogen las fuentes de la época, termino sus días en Nápoles.
Desposó a una noble napolitana y tuvo varios hijos de lengua italiana y corazón leonés, entre ellos Bernardino de Quiñones, su primogénito, a quien el capitán impuso antes de morir, el deber de conocer león.
Enfermo, Don Diego testa en Nápoles, en la guarnición del castillo de San Telmo y pide que su cuerpo sea enterrado en la iglesia de la Soledad de los Españoles.
Nació en León el año 1568 del matrimonio formado por D. Antonio de Quiñones Lorenzana Doña Catalina Muñatones, adoptó los apellidos de su padre que era hermano del señor de Sena, D. Lázaro de Quiñones Lorenzana. El padre de ambos, Diego de Quiñones Pimentel, había fallecido en vida de su padre, Suer Pérez de Quiñones y Quiñones, por lo que el señorío de Sena paso a su primogénito, el citado Lázaro de Quiñones.
Perteneciente a una de las familias leonesas de más alta alcurnia y sin posibilidades de de heredar dado el sistema de mayorazgos, sus posibilidades de mantener en estatus acorde con su posición social se reducían a dos, soldado o clérigo. Se decantó por la carrera de las armas y puso en ella tanto empeño que a los 20 años ya era capitán de su propia compañía, al frente de la cual participó en todos los grandes acontecimientos bélicos que se acometieron en su tiempo. Su presencia en la Armada Invencible y en los tercios de Flandes y Nápoles le llevaron a pertenecer al Consejo Colateral de Nápoles y ser admitido Caballero de la Orden de Alcántara, en la que ingresó el 21 de junio de 1611.
Su vida estuvo marcada por la guerra desde el principio hasta el final.
El año 1588 el joven Diego, con 20 años y considerado ya como un experto militar, encarga a su alférez, Jerónimo de Escalante, el reclutamiento de una compañía de soldados para engrosar el magno ejercito que el rey Felipe II proyecta enviar contra Inglaterra. Ilustres apellidos leoneses figuran entre los inscritos a las órdenes de Diego de Quiñones Lorenzana. García de Lorenzana, Melchor de Gavilanes, Juan de Gavilanes y Diego Álvarez Cuenllas son algunos de los que ha quedado constancia histórica, se sumaron otros muchos leoneses entre los que es de suponer predominarían los hombres de Luna, Babia, Omaña y Ordás.
La compañía de D. Diego se dirigió a la Coruña, donde embarcarían para unirse al grueso de la flota.
También descendía de León el Marqués de Santa Cruz, experto Almirante de la flota, cuya demostrada capacidad militar representaba una garantía para la victoria. El fallecimiento del Marqués pone al frente de la Armada al Duque de Medina Sidonia que, una vez más, tiene sus raíces en León, ya que el primer titular de la Casa no es otro que Alonso Pérez de Guzmán, que paso a la historia con el nombre de “Guzmán el Bueno”. Este fue el principio del final para la flota española, la juventud e inexperiencia del Duque condujeron al mayor revés que sufrieron las armas españolas.
La nave en la que iban los leoneses, junto con algunas otras, fue a parar a Irlanda, donde tuvieron algunos enfrentamientos armados para poder conseguir víveres. Allí perdió la vida el torrestiano D. Diego Álvarez de Cuenllas. Melchor de Gavilanes y su sobrino Juan de Gavilanes sucumbieron en los esporádicos enfrentamientos con las naves inglesas. García de Lorenzana fue dado por desaparecido.
Diezmados, hambrientos y llenos de privaciones, los leoneses que lograron regresar a su tierra siguieron, capitaneados por D. Diego, buscando la gloria enrolados en los Tercios de Flandes y Nápoles.
La amarga experiencia de la derrota solo podía endulzarse con la gloria de la victoria y con ánimo de lograrla se unió la compañía del joven capitán a los Tercios de Flandes.
Era la época en que con mano de hierro Felipe II, y más tarde Felipe III enviaron a Nápoles (Italia) y a Flandes (Holanda) a algunos de sus mejores tercios a sofocar las revueltas y acallar las posibles protestas. Aquellos tercios que se hicieron a imitación de las legiones romanas, vencedores en Maastricht y Lepanto, autentico ejército construido sobre el esqueleto famélico de unos bravos soldados, eran el arma más terrible conocida. Se decía de ellos: “Dadme un tercio de alemanes y tomare una ciudad, entregadme uno de españoles y conquistaré un reino”.
La compañía de Diego de Quiñones fue una de las reclutadas para Nápoles. Tras unos meses de bulliciosa ociosidad, su presencia fue requerida en Gaeta. Esta ciudad, confiada en la fortaleza de sus murallas, había abandonado la fidelidad a España para aliarse con la liga franco-italiana que pretendía expulsar de Nápoles los intereses de España.
Después de un largo asedio, los hombres de capitán Quiñones alcanzan las almenas y el camino de la ronda, abriéndose camino a tajos, dejando tras de sí los cuerpos de no pocos enemigos, consiguiendo ver cornado su esfuerzo con la rendición de la plaza.
Conseguida Gaeta, recibió la compañía el encargo de defender la plaza. El premio sería saquear durante un día la ciudad y recibir una gratificación que habría de engordar sus flacas bolsas. Más la recompensa no llegó, ni siquiera la paga esperada y bien merecida. El hambre se apoderó de ellos que tuvieron que mendigar el pan a los italianos. Desnudos y hambrientos siguieron conservando la plaza, en la desesperanza de verse abandonados por el rey.
La situación llegó a ser tan insostenible que el mismo capitán Quiñones relata en su testamento: “…y de mis propios y aun escasos recursos hube de pagar a mis soldados para que estos pudieran comprar pan y algún otro alimento, y calzado para sus pies pues casi todos habían perdido las botas y la mayoría de los aparejos…”.
Diego de Quiñones Lorenzana, ese capitán leones cuya presencia en Milán, América, la Armada Invencible y Flandes recogen las fuentes de la época, termino sus días en Nápoles.
Desposó a una noble napolitana y tuvo varios hijos de lengua italiana y corazón leonés, entre ellos Bernardino de Quiñones, su primogénito, a quien el capitán impuso antes de morir, el deber de conocer león.
Enfermo, Don Diego testa en Nápoles, en la guarnición del castillo de San Telmo y pide que su cuerpo sea enterrado en la iglesia de la Soledad de los Españoles.