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CANALES: LOS HOJALATEROS (3)...

LOS HOJALATEROS (3)
Llegaban con las golondrinas, como anunciando la primavera, arrastrando consigo un carretón en el que llevaban las herramientas para lañar ollas y sartenes, el candil de carburo para alumbrarse por la noche y sus mantas y ropas mugrientas, casi tan llenas de agujeros como de liendres y piojos.
Tomaban posesión del terreno que quedaba al borde del río, bajo el primer ojo del puente romano donde habilitaban cocina, comedor y dormitorio en un espacio indiviso cubierto por el arco de piedra y flanqueado por un lado por la pared de cantería y por otro por la corriente de agua del río.
Los vecinos del pueblo detectaban su presencia por el olor a trapos viejos del humo de la fogata donde cocinaban en sus ennegrecidas ollas, y que hacía más llevadera la agudeza del aire gélido nocturno y la humedad que atravesaba los cartones que a modo de colchón ponían sobre el suelo que les servía de cama.
La misma noche recibían la visita de la Guardia Civil, que aunque hacía años había perdido su interés en ellos, —desde que el hijo del quincallero, que era quien “descuidaba” alguna gallina alarmando al vecindario que temía que la cosa no parase ahí, no los acompañaba—, se sentía en la obligación de demostrar que en la zona imperaban la ley y el orden y que ellos, sus celosos guardianes, no descansaban para garantizarlo.
A la mañana siguiente el hojalatero ponía su puesto en la plaza y esperaba a que las mujeres del pueblo llevasen sus cacharros agujereados o sin asas a los que remacharía o soldaría con su soplete de carburo entre la curiosidad de los rapaces que lo rodeaban en el recreo de las doce.
Por la tarde la chiquillería revolvería corrales, basureros y muladares buscando trozos de hierro, latón, cobre o zinc, que llevaban al puesto del chatarrero lañador, que con solemnidad procedía a su pesaje en una vieja romana y pagaba unas perrillas que los mozalbetes se apresuraban a gastar en el cercano quiosco.
Lucía la Tonta, la hija del hojalatero, llegaba todos los años con su bombo a punto de reventar. Recorría las calles del pueblo pidiendo limosna de puerta en puerta, escandalizando con su barrigón a las comadres que, con voz mitad compasiva y mitad censuradora, reprochaban: “ ¡Ay, ay, ay, Lucía! ¡Otra vez embarazada, ay, ay, ay!”, y advertían a la pobre tonta que tuviese más cuidado con lo que hacía.
Las más chismosas le preguntaban sobre la autoría del desaguisado para a continuación hacerse de cruces hipócritamente cuando la infeliz mujer, avergonzada, contestaba que no sabía.
Los chavales la perseguían, contraviniendo el mandato materno de que la dejasen en paz, preguntándole que qué hacía con sus niños, riendo con incredulidad ante la conocida respuesta emitida con su característica voz nasal: “Los tiro al río”.
En la mayoría de las casas le daban limosna, con más frecuencia en especie que en dinero, no faltando casi nunca ropa de bebé para la criatura que no tardaría en llegar al mundo. Había quien le daba algún vestido usado que parecía de su talla y siempre había quien le daba una pastilla de jabón aconsejándola que se lavara.
Pero reproches, consejos y advertencias caían en saco roto, porque Lucía la Tonta era adicta a la mugre y a los embarazos.