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LOS HOJALATEROS (5)
Al siguiente, para evitar el espectáculo, se lo llevó cuando Lucía lo había dejado solo, dormido en el rebujo de harapos, para salir a pedir. A su regreso de la inclusa se encontró con una batahola similar. Volvió a aplicar el vetusto sistema del palo para hacerle entrar en razón y lo hizo tan a conciencia y con tal aplicación, que su propio hijo, hastiado o asustado de la brutalidad, puso fin al violento método de persuasión sujetando al padre y amenazándole con una maza. Aquel enfrentamiento supuso la secesión de la familia.
El joven supo que tenía que irse. No puede haber dos gallos en el mismo corral, pensó. Aquella misma noche abandonó el campamento familiar.
El viejo chatarrero asimiló la lección y la acumuló en su acervo de experiencia. Nunca es tarde para aprender, se dijo, y resolvió que en lo sucesivo se llevaría los hijos de la tonta “antes de que les tomase ley”.
La primera vez que lo hizo, Lucía lloró, aulló y siguió a su padre camino de la estación hasta que un bofetón la dejó en el suelo convencida de que nada servirían sus lamentos.
En la siguiente la pobre mujer, trató de despertar compasión hacia sí misma:”Me se llenan las tetas y me se hinchan y duelen “muncho”. Déjamelo “pa” que me mame unos días” suplicaba llorando a gritos, agarrada de rodillas a las piernas de su padre. Pero nada varió la decisión cruel del hojalatero: su hija paseó el dolor de unos pechos desbordantes que dejaban grandes corros de humedad en su ropa.
Para interrumpir los siguientes embarazos, el bruto quinqui le hizo probar arcaicos remedios de viejas que solo la casualidad ha demostrado eficaces; la atiborró de agua de remojar garbanzos, de maceraciones de perejil y hasta se atrevió a darle un cocedizo de cornezuelo que la puso al borde de la muerte.
A saber por qué, alguna vez abortó; el río fue el destino final de las criaturas no logradas.
Pero una vez su embarazo llegó a término. Con el castigo y el dolor hasta los animales aprenden. Lucía la Tonta también: en su simpleza había alcanzado el convencimiento de que si el viejo quincallero no se enteraba de los nacimientos, no podría quitarle los niños y a aquel que llevaba en su barriga lo quería para ella... y para él.
Porque creía que el padre era un funámbulo, saltimbanqui, equilibrista, al que el verano anterior había visto nadando en el río y que riendo la había metido al agua con él, y ella recordaba: “me lavó el pelo y me fue quitando la ropa y m’enjabonó la espalda, y la tripa y todo, con jabón d’olor, y dimpués m’hizo cosas que no hizo antes naidie, naidie, y me besaba y me tocaba suave y me quería muncho y yo le quería a él”.