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LOS HOJALATEROS (7)
Cuando volvió al campamento no dijo nada y en los días sucesivos permaneció en absoluto mutismo. Su callado dolor alimentó un rencor silencioso hacia su padre que fue creciendo en su alma simple hasta que se manifestó con toda virulencia un atardecer, cuando a espaldas del hojalatero que atizaba el fuego, levantó una enorme piedra.
El hombre cayó al suelo. Agotó sus fuerzas en el intento de levantarse. Miró incrédulo a la tonta y trastabilló hacia atrás, hasta chocar con su espalda en el pilar del puente donde tenía su campamento. Se aflojaron sus piernas y se fue deslizando hasta quedar sentado, apoyada su cabeza en la pared por la que corrió un reguero de sangre.
Lucía tiró la piedra homicida al río. Las bogas y lamprehuelas la limpiaron.
La Guardia Civil y el Juez determinaron que la muerte del hombre se había producido al caer de espaldas y golpear la cabeza contra el muro donde lo encontraron.
Lo enterraron al día siguiente en una triste ceremonia a la que sólo asistieron la tonta, el sepulturero, el cura y un monaguillo.
Tras el entierro, Lucía caminó alejándose del cementerio. Sus pasos sin rumbo la llevaron hasta el hueco que dejaban los pretiles en medio del arco central del puente viejo. Se sentó abrazando con sus piernas el pequeño rulo de piedra que obturaba la apertura, dejando colgar sus pies como lo hacía de niña. Apoyó su barbilla en la cresta de la piedra. Sus ojos se dirigieron hacia el río que pasaba unos metros por debajo. Quedó absorta, escuchando sin oír el rumor de los chopos de la ribera, mirando sin ver las ondas cambiantes de la corriente, con ademán abatido, reflejo de la sempiterna tristeza de su existencia.
Dos lágrimas se incorporaron a la corriente del agua.
Pasado el tiempo, Lucía la Tonta no sabría decir por qué, pero siempre sentía una pena infinita y lloraba silenciosamente cuando se detenía a mirar un río.

José María Gómez de la Torre