Buenos días amigos: Cercana ya la fiesta del Calecho, la cual no quisiera perderme, recreo mi vista en el estupendo cartel diseñado por la Fueya que nos ha permitido introducirnos en el túnel del tiempo y volvernos escolares otra vez… ¿Queréis acompañarme?
PARTE 1ª.-
Este escrito es un homenaje a la escuela y especialmente a mi maestra, Dª Lidia Cuevas Canseco.
Y es que este cartel da mucho juego… os daréis cuenta que la cartera no solía cambiar de un año a otro. Era como esta, marrón, con hebillas y un asa. Acarreábamos nuestro parvulito o enciclopedia forrada y nuestro cuaderno especialmente cuidado, contenía nuestro trabajo diario resuelto en garabatos. La cartera nos acompañaba curso tras curso, al igual que la bata, baby o mandilón. Era de color azul intenso coronada por un cuello blanco de plástico rígido que se prendía mediante botones al baby. Aún no he podido averiguar el sentido de semejante accesorio; se me antoja que podría tener que ver con pescuezos reacios a la higiene diaria… Hay que situarse en el tiempo…. Mucho frío, nada de calefacción, agua helada, pocos cuartos de baño…. No es raro ver a nuestra madre intervenir junto al balde del fregadero para dejarnos lustrosos. Esos cuellos…. esas orejas….!
El caso era que los lunes nuestros babys estaban limpios y relumbrones. Iban creciendo con uno y las manchas de tinta condecorada perdían presencia con el paso de los lavados infatigables de mi madre. Ella me peinaba con trenzas ante los quejidos de los tirones de pelo que requería el peinado. Y me dejaba pacientemente atusar la ropa antes de salir a la calle.
Mi primer día de escuela dejó huella en mi memoria… y tengo imágenes deslabazadas ya, porque de los seis años hasta ahora, los recuerdos se van diluyendo…Pero veo en mi pantalla mental a mis vecinas, todas ellas mayores que yo, que eran veteranas y me acogieron con aire protector… Candi, Tere, Meli …. Hijas de Amelia,
Y vislumbro a Tere Calvo, que como mayor que era en la clase, me acogió… ella estaba en los últimos bancos de la escuela, cerca ya de la puerta como paso previo a la marcha de los que ya superaban las etapas de la enseñanza obligatoria. Y a Gemma, vecina y cercana igualmente a mis vivencias. Todas ellas fueron mi particular flotador en la inmersión en esta nueva aventura lejos de la mirada protectora de mi madre.
(continúa)
Este escrito es un homenaje a la escuela y especialmente a mi maestra, Dª Lidia Cuevas Canseco.
Y es que este cartel da mucho juego… os daréis cuenta que la cartera no solía cambiar de un año a otro. Era como esta, marrón, con hebillas y un asa. Acarreábamos nuestro parvulito o enciclopedia forrada y nuestro cuaderno especialmente cuidado, contenía nuestro trabajo diario resuelto en garabatos. La cartera nos acompañaba curso tras curso, al igual que la bata, baby o mandilón. Era de color azul intenso coronada por un cuello blanco de plástico rígido que se prendía mediante botones al baby. Aún no he podido averiguar el sentido de semejante accesorio; se me antoja que podría tener que ver con pescuezos reacios a la higiene diaria… Hay que situarse en el tiempo…. Mucho frío, nada de calefacción, agua helada, pocos cuartos de baño…. No es raro ver a nuestra madre intervenir junto al balde del fregadero para dejarnos lustrosos. Esos cuellos…. esas orejas….!
El caso era que los lunes nuestros babys estaban limpios y relumbrones. Iban creciendo con uno y las manchas de tinta condecorada perdían presencia con el paso de los lavados infatigables de mi madre. Ella me peinaba con trenzas ante los quejidos de los tirones de pelo que requería el peinado. Y me dejaba pacientemente atusar la ropa antes de salir a la calle.
Mi primer día de escuela dejó huella en mi memoria… y tengo imágenes deslabazadas ya, porque de los seis años hasta ahora, los recuerdos se van diluyendo…Pero veo en mi pantalla mental a mis vecinas, todas ellas mayores que yo, que eran veteranas y me acogieron con aire protector… Candi, Tere, Meli …. Hijas de Amelia,
Y vislumbro a Tere Calvo, que como mayor que era en la clase, me acogió… ella estaba en los últimos bancos de la escuela, cerca ya de la puerta como paso previo a la marcha de los que ya superaban las etapas de la enseñanza obligatoria. Y a Gemma, vecina y cercana igualmente a mis vivencias. Todas ellas fueron mi particular flotador en la inmersión en esta nueva aventura lejos de la mirada protectora de mi madre.
(continúa)
Parte 2ª.-
Mi escuela, como todas las de la época, estaba presidida por un crucifijo flanqueado por las fotos de Franco y José Antonio, como si fueran los dos ladrones. El Cristo no miraba a nadie y agachaba la cabeza. Sin embargo la foto de Franco te miraba, nos fisgaba con su soberbia estampa arreada con ropajes de alto generalato… Nos parecía un tipo grandón, pero al final supimos que era rechonchete al que le ponían un taburete para asomarse al balcón de la plaza de Oriente. La foto de José Antonio, con prominentes entradas y el pelo repeinado como si le hubiera lamido una vaca, no te miraba, perdía la vista en algún amanecer que no amanecía o en las alpabardas. Ese lugar onírico donde de vez en cuando nos gustaba perdernos hasta que una llamada de la maestra a corregir la tarea, nos hacía despertar.
Y veo los bancos de madera con sus tinteros de blanca porcelana. Los más antiguos con tapa elevadora que escondía la enciclopedia y el cuaderno que día a día nos acompañaba. Y los lápices de colores… y la goma, tan socorrida e imprescindible en nuestra tarea diaria…. La escuela era de piso de madera que las alumnas mayores se encargaban de fregar como se hacía entonces, con arena, esparto y frota que te frota… para devolverle la blancura perdida.
Los bancos también tenían su particular piso de tablas elevadas de tal forma que facilitaban el desprendimiento del barro pegado de los zapatos. No nos olvidemos que las calles de nuestro pueblo eran de tierra que con el agua formaba el típico barro que según se va secando deja rastro… Todavía recuerdo con un palito ir quitando en la terraza, antes de entrar en casa, el barro de las suelas dibujadas de nuestros zapatos, bajo la supervisión de nuestra madre…
Aquella escuela me veía crecer poco a poco. Cada curso íbamos superando el nivel y se notaba, entre otras cosas, en que nos acercábamos a la cristalera. Es decir, según iniciabas la escuela te colocaban cerca el muro que pegaba contra el monte y que era más oscuro, siniestro y húmedo. Después ibas ocupando lugares más luminosos. Mis recuerdos, que como los de todos, son selectivos, están situados en el lado claro de la escuela.
Yo viví los últimos años del calor de la estufa de leña… no hay que olvidar que era un trabajo añadido el tener que cortar leña y preparar fuego, así que Dª Lidia, nada más que salieron las estufas de gas, no lo dudó.
Tampoco probé la leche en polvo… eso se me antoja más lejano, aunque en la escuela de los chicos debieron de mantenerla más tiempo. Juan llevaba un vaso plegable que teníamos en casa… (último artilugio en modernidad) y creo que era para tomarse la leche.
Y tampoco me tocó la disciplina de la plumilla y el olor a tintura de la que se vertía en los tinteros ya no lo recuerdo. Yo pertenezco a la era del bolígrafo, el lapicero y la goma, lo mismo que los chavales de ahora pertenecen a la era de Appel, tabletas y smarphones
Las salidas al recreo, en tropel difícil de controlar pese a las indicaciones de Dª Lidia, constituían un respiro; era el momento de jugar a “campos medio”, corros de patatas, el pañuelo… a pica, a correr, disfrutar y saltar a la comba hasta que los mofletes parecía manzanas enrojecidas, era el momento de olvidarnos de las reglas de ortografía, los afluentes del río Miño y los picos de la Cordillera Penibética.
(continúa)
Mi escuela, como todas las de la época, estaba presidida por un crucifijo flanqueado por las fotos de Franco y José Antonio, como si fueran los dos ladrones. El Cristo no miraba a nadie y agachaba la cabeza. Sin embargo la foto de Franco te miraba, nos fisgaba con su soberbia estampa arreada con ropajes de alto generalato… Nos parecía un tipo grandón, pero al final supimos que era rechonchete al que le ponían un taburete para asomarse al balcón de la plaza de Oriente. La foto de José Antonio, con prominentes entradas y el pelo repeinado como si le hubiera lamido una vaca, no te miraba, perdía la vista en algún amanecer que no amanecía o en las alpabardas. Ese lugar onírico donde de vez en cuando nos gustaba perdernos hasta que una llamada de la maestra a corregir la tarea, nos hacía despertar.
Y veo los bancos de madera con sus tinteros de blanca porcelana. Los más antiguos con tapa elevadora que escondía la enciclopedia y el cuaderno que día a día nos acompañaba. Y los lápices de colores… y la goma, tan socorrida e imprescindible en nuestra tarea diaria…. La escuela era de piso de madera que las alumnas mayores se encargaban de fregar como se hacía entonces, con arena, esparto y frota que te frota… para devolverle la blancura perdida.
Los bancos también tenían su particular piso de tablas elevadas de tal forma que facilitaban el desprendimiento del barro pegado de los zapatos. No nos olvidemos que las calles de nuestro pueblo eran de tierra que con el agua formaba el típico barro que según se va secando deja rastro… Todavía recuerdo con un palito ir quitando en la terraza, antes de entrar en casa, el barro de las suelas dibujadas de nuestros zapatos, bajo la supervisión de nuestra madre…
Aquella escuela me veía crecer poco a poco. Cada curso íbamos superando el nivel y se notaba, entre otras cosas, en que nos acercábamos a la cristalera. Es decir, según iniciabas la escuela te colocaban cerca el muro que pegaba contra el monte y que era más oscuro, siniestro y húmedo. Después ibas ocupando lugares más luminosos. Mis recuerdos, que como los de todos, son selectivos, están situados en el lado claro de la escuela.
Yo viví los últimos años del calor de la estufa de leña… no hay que olvidar que era un trabajo añadido el tener que cortar leña y preparar fuego, así que Dª Lidia, nada más que salieron las estufas de gas, no lo dudó.
Tampoco probé la leche en polvo… eso se me antoja más lejano, aunque en la escuela de los chicos debieron de mantenerla más tiempo. Juan llevaba un vaso plegable que teníamos en casa… (último artilugio en modernidad) y creo que era para tomarse la leche.
Y tampoco me tocó la disciplina de la plumilla y el olor a tintura de la que se vertía en los tinteros ya no lo recuerdo. Yo pertenezco a la era del bolígrafo, el lapicero y la goma, lo mismo que los chavales de ahora pertenecen a la era de Appel, tabletas y smarphones
Las salidas al recreo, en tropel difícil de controlar pese a las indicaciones de Dª Lidia, constituían un respiro; era el momento de jugar a “campos medio”, corros de patatas, el pañuelo… a pica, a correr, disfrutar y saltar a la comba hasta que los mofletes parecía manzanas enrojecidas, era el momento de olvidarnos de las reglas de ortografía, los afluentes del río Miño y los picos de la Cordillera Penibética.
(continúa)
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