Soportó, llorando lo más silenciosamente que pudo, aún no sabe bien si para no molestar o para no dar el gustazo de su llanto, las bofetadas que aquel cobarde de la retaguardia le propinó más de una vez por ser esposa de rojo y por no saber cantar el Cara al Sol.
Volvió a llorar después, cuando, por el mismo motivo, fue rapada al cero por aquel hijo de mala madre, y más tarde, cuando la obligó a tragar a pie firme una cucharada de aceite de ricino por cada verso de aquel himno, y la hizo salir de allí cuando la pócima comenzaba a hacer su efecto, haciéndola perder su dignidad de ser humano.
(¿Fue realmente así, o aquel degenerado moral fue un jovenzuelo malnacido de la FAI y el himno fue “A las barricadas”, y el desencadenante fue asistir a una procesión? Poco importa. El caso es que fueron muchas mujeres las que padecieron las humillaciones y maltratos de los seres más indignos, miserables e inmorales de uno u otro bando que vio la luz en aquella triste, horrible guerra. Y sin excepción, en cualquier otra).
Cuando su marido de días fue trasladado, mendigó por las calles y en la puerta de las iglesias, y en el tren que la llevaba hasta el penal, para poder pagar el billete y para poder llevarle a él comida y tabaco, y para comer ella los días que las limosnas lo hacían posible, mintiendo alegrías para que él no supiera de sus penas.
Y cuando sin saber por qué, el hombre salió libre, la sacrificada, la heroica, la pobre mujer, tuvo que soportar el mal carácter que en él imprimieron los años en aquel siniestro corredor de la muerte, sus borracheras, riñas y bofetadas, vengándose en ella del tiempo perdido, del sinvivir en la espera de la ejecución de la condena, en una sinrazón que desagradecía todos los sacrificios hechos, todas las penas y humillaciones sufridas en silencio y sin ánimo alguno de pasar factura por ello.
Después llegaron los hijos, concebidos sin placer y paridos con dolor, en aquellos años de hambruna de la posguerra, que ella trataba de mitigar estirando el sueldo miserable del marido, privándose de lo que fuera porque a los suyos les faltase lo menos posible. Y fueron años y años, que la posguerra duró para ellos más de veinte, cuando el sueldo del marido comenzó a alcanzar para cubrir medianamente las necesidades.
Aquellos años, cuando en cada uno de ellos, llegado el tiempo de cuaresma, se hacían aquellas horrorosas “misiones”, en las que siniestros y torvos frailes predicadores, herederos de todos los Torquemadas que en el mundo ha habido, misóginos obsesionados por el sexo, trataban a todas las mujeres como a putas, cerrando las puertas de las iglesias, apagando las luces y vociferando acerca de los dormitorios “cementerios de criaturas no natas”, aludiendo al método anticonceptivo de apearse en marcha, del que responsabilizaban a aquellas pobres, infelices mujeres, que se prestaban al débito conyugal por obligación más que por gusto, amenazándolas con todas las penas del infierno, sin pensar que ya lo estaban padeciendo por las desgraciadas circunstancias de la vida.
Poco a poco, a partir de mediados de los sesenta, comenzaron a mejorar las condiciones económicas de la familia, y con ello su bienestar. Con la edad se atemperó el carácter de su marido y casi acabaron los malos tratos y ella empezó a gozar de una vida tranquila como no la había tenido hasta entonces.
Y sobretodo se sintió feliz con el nacimiento de sus primeros nietos. Pero con ellos surgieron también nuevas preocupaciones, pues sus hijos, con inconsciente egoísmo, la dejaron con más frecuencia de la debida al cuidado de los pequeños. Y ella, sacrificada siempre, encontró natural la nueva responsabilidad que la impusieron, sin consideración a su edad y a su agotamiento en la vida.
Volvió a llorar después, cuando, por el mismo motivo, fue rapada al cero por aquel hijo de mala madre, y más tarde, cuando la obligó a tragar a pie firme una cucharada de aceite de ricino por cada verso de aquel himno, y la hizo salir de allí cuando la pócima comenzaba a hacer su efecto, haciéndola perder su dignidad de ser humano.
(¿Fue realmente así, o aquel degenerado moral fue un jovenzuelo malnacido de la FAI y el himno fue “A las barricadas”, y el desencadenante fue asistir a una procesión? Poco importa. El caso es que fueron muchas mujeres las que padecieron las humillaciones y maltratos de los seres más indignos, miserables e inmorales de uno u otro bando que vio la luz en aquella triste, horrible guerra. Y sin excepción, en cualquier otra).
Cuando su marido de días fue trasladado, mendigó por las calles y en la puerta de las iglesias, y en el tren que la llevaba hasta el penal, para poder pagar el billete y para poder llevarle a él comida y tabaco, y para comer ella los días que las limosnas lo hacían posible, mintiendo alegrías para que él no supiera de sus penas.
Y cuando sin saber por qué, el hombre salió libre, la sacrificada, la heroica, la pobre mujer, tuvo que soportar el mal carácter que en él imprimieron los años en aquel siniestro corredor de la muerte, sus borracheras, riñas y bofetadas, vengándose en ella del tiempo perdido, del sinvivir en la espera de la ejecución de la condena, en una sinrazón que desagradecía todos los sacrificios hechos, todas las penas y humillaciones sufridas en silencio y sin ánimo alguno de pasar factura por ello.
Después llegaron los hijos, concebidos sin placer y paridos con dolor, en aquellos años de hambruna de la posguerra, que ella trataba de mitigar estirando el sueldo miserable del marido, privándose de lo que fuera porque a los suyos les faltase lo menos posible. Y fueron años y años, que la posguerra duró para ellos más de veinte, cuando el sueldo del marido comenzó a alcanzar para cubrir medianamente las necesidades.
Aquellos años, cuando en cada uno de ellos, llegado el tiempo de cuaresma, se hacían aquellas horrorosas “misiones”, en las que siniestros y torvos frailes predicadores, herederos de todos los Torquemadas que en el mundo ha habido, misóginos obsesionados por el sexo, trataban a todas las mujeres como a putas, cerrando las puertas de las iglesias, apagando las luces y vociferando acerca de los dormitorios “cementerios de criaturas no natas”, aludiendo al método anticonceptivo de apearse en marcha, del que responsabilizaban a aquellas pobres, infelices mujeres, que se prestaban al débito conyugal por obligación más que por gusto, amenazándolas con todas las penas del infierno, sin pensar que ya lo estaban padeciendo por las desgraciadas circunstancias de la vida.
Poco a poco, a partir de mediados de los sesenta, comenzaron a mejorar las condiciones económicas de la familia, y con ello su bienestar. Con la edad se atemperó el carácter de su marido y casi acabaron los malos tratos y ella empezó a gozar de una vida tranquila como no la había tenido hasta entonces.
Y sobretodo se sintió feliz con el nacimiento de sus primeros nietos. Pero con ellos surgieron también nuevas preocupaciones, pues sus hijos, con inconsciente egoísmo, la dejaron con más frecuencia de la debida al cuidado de los pequeños. Y ella, sacrificada siempre, encontró natural la nueva responsabilidad que la impusieron, sin consideración a su edad y a su agotamiento en la vida.