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REDECILLA DEL CAMINO: Por D. Antonio Martínez...

las mujeres con la virgen

Por D. Antonio Martínez

Señora: Si del alma los amores

cuando inocentes son te satisfacen:

si de las puras y lozanas flores

los límpidos colores

son ofrenda y regalos que te placen;

si el despertar alegre de la aurora,

si el silencio profundo de la noche,

y el cantar del labriego

y el perfume de flor que abre su broche,

y el del ave canora

los trinos melodiosos,

y del torrente el murmurar que ciego

desciende por barrancos escabrosos,

y arrastra hasta el abismo

los restos de los arboles, lo mismo

que el huracán bravío, la leve paja;

y la preñada nube, que desgaja

del trueno al estampido

la cresta do su nido

el águila coloca,

y la hiedra adherida a eterna roca,

y todo cuando existe de belleza

en la naturaleza...

Si todo te tributa un homenaje,

si todo es pedestal de tu grandeza,

si el cielo con sus tintas y celaje,

y la tierra fecunda con largueza

te rinde vasallaje;

si aceptas su belleza y melodías

¿no has de aceptar las alabanzas mías?

Si agradeces, Señora, que las flores

te ofrezcan sus primores,

cuando natura del sopor despierta

de la noche sin luz, muda y desierta;

si agradeces de castos ruiseñores

la delicada oferta

que te hacen con sus cantos seductores

en las selvas sombrías...

¿no has de aceptar las alabanzas mías?

Si del pueblo de Cáceres el grito

que alegre repercute en la Montaña:

si el ¡viva! que mil veces ya repito

uniéndome al feliz pueblo de España;

si del alma extremeña

agradeces, Señora, los amores,

ya que eres Tú, la Imagen con quien sueño,

y el consuelo de todos sus dolores,

y el motivo de tantas alegrías;

si aun cuando muy pequeño

yo también tengo el alma de extremeño,

¿no has de aceptar las alabanzas mías?

Cual si fuera una sola

la aspiración de la creación entera,

se escucha por doquiera

un himno consagrado a tu belleza:

y el niño que te reza

dichoso de su madre en el regazo;

y el anciano que acaso en breve plazo

irá a vivir por siempre en ultratumba,

y el huracán que zumba

conmoviendo arboledas seculares;

y los hirvientes mares,

y los mansos riachuelos

reflejando en sus aguas argentinas

las delicadas tintas de los cielos;

y las viejas encinas

que se quiebran atónicas al peso

del vendaval furioso;

y el aura que saluda con su beso

a la flor primorosa;

y la gracia sin par de la azucena,

y el color encendido de la rosa,

flor primorosa y de delicias llena;

todo, María, todo,

cada cosa a su modo,

te alaba y te bendice en estos días,

¿y han de faltar las alabanzas mías?

No, Reina excelsa. Si Cáceres

ante tu altar se arrodilla;

si el sol que en el cielo brilla

te llana de resplandor;

si los astros te coronan,

si la luna a tus pies gira,

y si el mismo Dios te mira

como centro de su amor;

yo que me llamo hijo tuyo,

yo que nací para amarte,

y que no sé ya qué darte

porque te di el corazón;

que cuando duermo te sueño,

que al despertarme te admiro,

que sólo a quererte aspiro,

que eres toda mi ilusión.

Yo que a tu ciudad envidio,

yo que a Cáceres me agrego,

y que estoy dispuesto luego

a dar por ello mi ser.

Yo que terminar no puedo,

Señora, mi humilde canto,

porque el sentimiento es tanto

que obliga a enmudecer.

Yo que no siendo poeta

mal puedo decirte nada,

sino que el alma abrasada

tengo ya de tanto amar...,

dejo de escribir y arrojo

la pluma con que escribía,

porque es mejor, Madre mía,

verte... sentir... y llorar.