ORBANEJA DEL CASTILLO: EL ABUELO...

EL ABUELO

Paseando por el valle, entre Orbaneja y Escalada o al revés, una sensación intemporal, te recorre el cuerpo, y en la mente se acumulan los recuerdos de otras épocas, talladas en los calizos riscos que desde las alturas van acompañando a la carretera, que recorre el valle, guiado por el sonido y murrmullo del Ebro, que no siempre canta la misma canción, depende de lo crecido que se encuentre, controlado desde el pantano de Arija, para que no se desmane.
Recuerdos, que mi amigo el Toñico y su inseparable y fiel Rufo, iban desgranando por la carretera, recuerdos acumulados durante 70 años, con uniforme de pana y albarcas al principio, convertidas en chandar y deportivas de mercadillo.
Rufo tenía las patas cortas, pelo rojizo, orejas caídas y ojos vivarachos, con una cola de largo pelo, que la movía de un lado a otro, cada vez que el Toñico le miraba, asintiendo lo que pensaba o le decía, era la forma de contestarle y siempre estaba de acuerdo con él, de manera que el diálogo que mantenían era de lo más reconfortante y así un día y otro, desde que dejó de trabajar y por la tarde se daban un paseo por la carretera; su hija ya le había dicho que el andar es bueno, cada vez que venía al pueblo con su hijo, y aunque no venía mucho, en verano no faltaba, ni tampoco en la época de las nueces ni el día de todos los santos.
El Toñico, desde que murio La Silveria (su mujer), siempre hacía lo mismo y hablaba sin decir palabra con su Rufo, sus paseos y sus recuerdos le iban completando los días, sin querer apartarse del pueblo, de esos riscos y de ese Ebro, aunque su hija continuamente le insistía en que fuera a la capital.
Allí estuvo dos veces, con cielo gris y humo, sin pájaros ni olor a orégano, y sobre todo sin su Rufo, ¡que coño pinto yo alli!
Aquí me encuentro alguna vez, con esas “cagalitas”, en escondidos rincones, que me hablan de esas diez cabras, que mi Silveria ordeñaba por la noche, mientras desuncía a los burros y les preparaba el pienso, para ir al páramo al amanecer; de esas cenas de sopas de ajo, hecho en cazuela de barro, con fuego de encina y olor a leche hervida.
Por la tarde, los colores parecen competir entre ellos, los nogales no quieren ser del todo verdes y se hacen algo pardos, los chopos se vuelven amarillos en otoño y los cerezos rojos, en las laderas y entre los riscos, las encinas, sin cambiar de color, saborean el espectáculo, con su aroma de orégano y tomillo, mientras van desgranando sus pequeñas bellotas, que algún jabalí espera ansioso, antes de la entrada de el invierno.
En estos pensamientos, andaba el Toñico, sin levantar la cabeza de la carretera, hasta que un graznido de grajo, les hizo a él y al Rufo levantar los ojos al cielo, donde una docena de buitres daban vueltas y vueltas, allá en lo alto ¡estos ni trabajar, sólo se dejan llevar por el aire!, esto le decía el Toñico al Rufo y este le miraba movíendo la cola de un lado a otro.
En estas estaba, cuando de repente su semblante cambío, al acordarse del último otoño, cuando su hija y nieto vinieron a coger las nueces, su nieto balbuzeaba sus primeras palabras y el Toñico les esperaba con la ilusíon que te puede crear ese nieto a quien contar todas esas cosas y recuerdos acumulados y que el Rufo ya conocía.
Al Toñico, que le llamaran abuelo le hacía ilusión y hasta presumía de ello en el bar, y aunque su hija viviera sóla, los comentarios no le importaban, lo importante era que tenía un nieto con el que podría pasear, coger nueces, avellanas, enseñarle lo que son las luciérnagas y hasta las cagalitas…….
Al pueblo llegaron en un pequeño coche, su hija con su amigo y su nieto, ahora venían en coche hasta el pueblo, yo no venían en la Continental, ahora es más cómodo.
El Toñico estuvo nervioso esperando toda la mañana, ahora podría presumir y llevar de la mano a su nieto, se le encendían los ojos pensando que le llamaría ¡abuelo!, si la Silveria lo oyera.
Al bajar de el coche el Toñico se fundio en un abrazo con su hija y su nieto a la vez que ella con voz queriendo ser importante, le dijo a su hijo: ¡da un beso a mi aita!
Este año paseando el Toñico miró al Rufo y le dijo “…. y pensar que creía que se trataba de una gaita de tocar; mi hija que diga lo que quiera, pero yo soy abuelo, coño”, el perro asintió con el rabo y los dos cruzaron sus miradas en su diario diálogo, mientras arriba los buitres seguían dando vueltas, vueltas ………

Miguel Angel Velasco
1-Noviembre-2011