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LA NUEZ DE ARRIBA: - ¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!...

HISTORIETAS NACIONALES
Pedro Antonio de Alarcón

Pedro Antonio de Alarcón y Ariza (1833 - 1891) nació en Guadix (Granada, España). Su obra se inscribe en el realismo español del siglo XIX. Escribió varias crónicas de viajes, cuentos, memorias y varias novelas («El Capitán Veneno», «El Escándalo», «El sombrero de tres picos» y «El niño de la bola»). Ingresó en la Academia Española en 1877. Falleció en 1891 en Valdemoro (Madrid, España).
En sus «Historietas nacionales», cuenta con un estilo narrativo sencillo y ameno historias de honda raigambre popular. En ellas plasma la resistencia heroica de los españoles a los invasores franceses, épicas historias de bandoleros y otras escenas costumbristas.

EL LIBRO TALONARIO
(Historieta rural)

Pedro Antonio de Alarcón

La acción comienza en Rota. Rota es la menor de aquellas encantadoras poblaciones hermanas que forman el amplio semicírculo de la bahía de Cádiz; pero con ser la menor no ha faltado quien ponga los ojos en ella. El duque de Osuna, a título de duque de Arcos, la ostenta entre las perlas de su corona hace muchísimo tiempo, y tiene allí su correspondiente castillo señorial, que yo pudiera describir piedra por piedra...
Mas no se trata aquí de castillos, ni de duques, sino de los célebres campos que rodean a Rota y de un humildísimo hortelano, a quien llamaremos el tío Buscabeatas, aunque no era éste su verdadero nombre, según parece.
Los campos de Rota -particularmente las huertas- son tan productivos que, además de tributarle al duque de Osuna muchos miles de fanegas de grano y de abastecer de vino a toda la población -poco amante del agua potable y malísimamente dotada de ella-, surten de frutas y legumbres a Cádiz, y muchas veces a Huelva, y en ocasiones a la misma Sevilla, sobre todo en los ramos de tomates y calabazas, cuya excelente calidad, suma abundancia y consiguiente baratura exceden a toda ponderación, por lo que en Andalucía la Baja se da a los roteños el dictado de calabaceros y de tomateros, que ellos aceptan con noble orgullo.
(...)

Pues bien: el tío Buscabeatas pertenecía al gremio de estos hortelanos.
Ya principiaba a encorvarse en la época del suceso que voy a referir; y era que ya tenía sesenta años... y llevaba cuarenta de labrar una huerta lindante con la playa de la Costilla.
Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas, tamañas como bolas decorativas de pretil de puente monumental, y que ya principiaban a ponerse por dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo a los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y pasábase los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente

- ¡Pronto tendremos que separarnos!
Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando a los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia:
-Mañana -dijo- cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz. ¡Feliz quien se las coma!
Y se marchó a su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va a casar una hija al día siguiente.
- ¡Lástima de mis calabazas! -suspiraba a veces sin poder conciliar el sueño; pero luego reflexionaba, y concluía por decir-: ¿Y qué he de hacer sino salir de ellas? ¡Para eso las he criado! Lo menos van a valerme quince duros...
Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando al ir a la mañana siguiente a la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas... Para ahorrarme de razones, diré que, como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shyllock, en que tan admirable dicen que estaba el actor Kemble:

- ¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!
Púsose luego el tío Buscabeatas a recapacitar fríamente, y comprendió que sus amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas a la venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las calabazas tienen muy bajo precio.
- ¡Como si lo viera, están en Cádiz! -dedujo de sus cavilaciones-. El infame, pícaro, ladrón, debió de robármelas anoche a las nueve o las diez y se escaparía con ellas a las doce en el barco de la carga... ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere a las hijas de mi trabajo!
Así diciendo permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, o contando las calabazas que faltaban, o extendiendo una especie de fe de livores, para algún proceso que pensara incoar hasta que, a eso de las ocho, partió con dirección al muelle.
Ya estaba dispuesto para hacerse a la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz a las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches a las doce, conduciendo frutas y legumbres...
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Llamábase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules...

Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a un aburrido polizonte que iba con él:
- ¡Éstas son mis calabazas! ¡Prenda usted a ese hombre!
Y ... (ver texto completo)