Caía un sol de justicia y mi tío, con su ritmo cansino, seguía avizorando el
paisaje; yo oía a lo lejos el canto de alguna curruca o algún herrerillo, pero sobre todo el de las calandrias que te salían al paso y se elevaban a lo alto o que ya estaban allí, como clavadas en el
cielo, pero batiendo las alas para mantenerse en un punto fijo. Mi tío, sin embargo, oía los ruidos más singulares, esos que sóo un oído avezado sería capaz de discernir; de todos modos, esta vez no las tenía todas consigo:
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