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HORTIGUELA: DE LA NOCHE DE LOS FUEGOS...

DE LA NOCHE DE LOS FUEGOS
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Romance.

Nunca yo hallado hubiera
ni la noche de los fuegos
nunca tú por mi ventana
salieras, Rosana, a verlos;
y hoy mi infelice cuidado
no ardiera en ciegos deseos,
ni mi labio en mil suspiros,
ni en tiernas ansias el viento;
que amor, si esperanza falta,
sólo es un loco despecho,
la solicitud martirio,
y agonía los desvelos.
Vite afortunado entonces,
un acaso fue el encuentro;
mas el verte y adorarte
todo fue un instante mismo,
cual son en la hórrida nube
en un punto rayo y trueno,
y glorioso el sol inunda
de un mar de luz tierra y cielos.
Tan bella en el llano estabas
cual en un vergel ameno
crece el alto cinamomo
de flores y hojas cubierto,
tal cual fresca clavellina
despliega el virginal seno
salpicada de rocío
y en los ámbares baña el suelo,
tal cual la rubia mañana
entre purpúreos reflejos
abre las puertas al día
y en pos marcha del lucero.
Yo le rendí el albedrío.
¿Pude, bien mío, no hacerlo?
¿Quien de tu voz al prestigio,
de tus miradas al juego,
a la gracia de tus pasos,
y a las sales de tu ingenio
esclavo no se humillara,
por más que con loco empeño
a su magia irresistible
pusiese un pecho de acero?
¿O quién no efreció a tus plantas,
feliz en su rendimiento,
alma, libertad y vida,
haciéndote de ellas dueño?
¿Por qué a los fuegos saliste?
¿Por qué yo no estuve ciego?
¿Acaso adorarte es culpa?
¿o acaso en servir te ofendo?
¿Quién puso tal ley? Mal haya,
mal haya el alma de hielo
que así pensó profanando
de Amor los dulces misterios;
mal el que tirano intenta
ahogar su plácido incendio,
y que el suspirar no sea
de la edad florida empeño.
No, amar no es un delito,
sino un suavísimo feudo
que grata naturaleza
pone a los sensibles pechos.
Yo lo pago, y fiel te adoro;
benigna a mi ahincado ruego,
no a su yugo, que es de flores,
huyas indócil el cuello.
Cede, adorada a este yugo,
que sustenta el universo
y a que dóciles un día
los númenes se rindieron.
Veras como siempre vivo
un purísimo venero
de delicias inefables
sacia tu labio sediento,
cual fino tu seno hierve
en regalados afectos,
tu boca en cantos y risas,
el alma en dichas y anhelos;
y en el fuego de sus aras
más y más en dichas ardemos,
para gozar y adorarnos
sólo felices viviendo.
Así sin suelos ni afanes,
bajo su glorioso cetro
triunfaremos, viada mía,
de la fortuna y el tiempo.

Juan Meléndez Valdés
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