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VILLAREJO DE FUENTES: columnas que casi rozaban los rollizos del techo, con...

columnas que casi rozaban los rollizos del techo, con fuerte olor a lejía y limpieza que daba gloria, todo a docenas y docenas, desde camisas hasta trapos de cocina, con las iniciales bordadas en colores chillones y guarnecida la ropa intima con profusión de encajes; los vestidos de seda china, gruesos y crujientes con vivos reflejos metálicos, las faldas de rameado percal, mostrando una fresca florescencia de primavera; las mantillas, con sus sutiles y complicados arabescos, los pañolones de Manila, con aves fantásticas y plantas florales retorciéndose en un cielo de seda blanca, las figurillas de fina porcelana en la que unos chinos bigotudos y fieros, y otros pelones y bobos, gastando falda y con sus ojitos de almendra, hacían que las sencillas muchachas que los contemplaban, soñaran despiertas en aquellos misteriosos países. Después venían los presentes de los amigos, fueran menesterosos o pudientes, de los primeros, juegos de una licorera y seis copitas en cristal corriente de bajo precio, y también había, de los segundos, los pudientes, los mismos objetos en fino cristal de bohemia primorosamente tallado con nombre o iniciales de los novios. Eran abundantes los aguamaniles de diseño y colores marcadamente levantinos, traídos posiblemente ex-profeso de Manises, los pequeños para colocar junto a cuadros o imágenes de santos a manera de diminuta pila de agua bendita, los otros de mas empaque y más próximos a la intención de quien inventó este mueble de barro, para instalar con ostentación en la entrada del comedor advirtiendo a los comensales invitados, con su presencia, lo muy cortés y correcto que es lavarse las manos antes de sentarse en la mesa a tomar alimento. También había un enorme filtro de agua Sinaí, esplendido mueble para dar brillo al comedor de invitados, construido con el más fino caolín, y barrócamente ornamentado con motivos florales, y aunque sumamente decorativo y señorial su uso ya entonces era ínfimo. En un número que no se contó, había depositados y puestos en orden, hileras de cajones ricamente forrados de tela galana, conteniendo los cuchillos, cucharas, tenedores y otras herramientas imprescindibles en las mesas elegantes, y todos ellos hechos con la mejor plata, y bellamente conservados. En cada extremo del tablado destacaban majestuosamente enormes candelabros, cuyo número de brazos nadie terminó de contar.

Eran estos últimos el regalo del marques, el cacique supremo de la comarca, hombre eminente como pocos en España, según aseveraba el tío Preñacabras, el cual siempre que se trataba de sacarle diputado por el distrito, estaban tan dispuesto a empuñar uno de su rudos bastones como a echarse la escopeta a la cara.

Y daba digno final a aquella ostentación, las alhajas brillando sobre los almohadones granates de los estuches; las uvas de perlas para resaltar el cuello y orejas, los alfileres con sus complicados colgajos, las grandes horquillas de oro para sostener y resaltar las caracolas de la frente y sienes, las tres agujas con cabezas apretadas que habían de atravesar el airoso moño, aderezo típico y famoso en Tarancón en sus grandes fiestas, especialmente las de ritual religioso.

Todos admiraban la suerte de Elvirita, y ella se hacia la modesta, enrojeciendo cada vez que se ponderaba su futura felicidad; pero había que ver los lagrimones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada e insignificante, pero que había endurecido su genio en la lucha y trabajo diario contra la extrema miseria.
Y la emoción del herrero, que se multiplicaba en querer ser el fiel perro guardián de su yerno, también el criado de sus querencias y caprichos, y guardándole con sumisión todas las consideraciones debidas a un ser superior.

Para la noche esta previsto que Don Julián, el Notario, llegue en su vieja tartana acompañado de su acólito, un infeliz con cara de hambruna, con los trastos de escribir y el papel sellado de notarias dentro de una raída cartera de cuero que vivió mejores tiempos.

El notario entró con aires triunfales directamente en la cocina noble, donde ya estaba preparada una mesa-escritorio para el escribiente, iluminada con una lampara de mesa provista de la bombilla de mayor potencia conseguida en el pueblo, pero no contentos con esto, para el caso, nada raro en aquel entonces, de un corte de electricidad, había previsto muy cerca un elegante quinqué, cubierto por un tulipa de fino cristal.

El servicio, advirtió al notario – Don Julián no tema usted ningún percance del quinqué, no se encenderá con petroleo, ni gasóleo, ni aceite animal, el señorito ha hecho que el chófer de Auto-Res nos traiga de Madrid una garrafa de aceite de parafina, difícil de encontrar ¿Sabe?, pero que aseguran da mejor luz, no es inflamable, ni emite humos ni olores.

Pues mi agradecimiento por el detalle – Dijo con voz alta y segura el notario.

Cuando el fedatario empezó la lectura de sus papeles, de entre los presente se levantaron murmullos, tales como ¡Que hombre tan sabio aquel!, intercalaba en el árido texto chistes de su cosecha. Vamos que hasta el palurdo mas recalcitrante no hubiera podido estar serio en la presencia de aquel señor siempre con su cara seria, con cierto aire de cura viejo, cubierto con una gruesa prenda mitad capa, mitad abrigo, vamos lo que por aquel entonces se puso de moda con el afrancesado nombre de "paletó" que además, por su negrura semejaba para temor de los presentes una sotana, aunque nadie cayó en la cuenta de que le faltaban demasiados botones para completar los eclesiásticos treinta y tres ojales.

Inició su función de fedatario público y comenzó a dictar en voz baja, para que lo garabateara el escribiente en los pliegos del papel sellado, y mientras tanto iban llegando los amigos, tanto los viejos como los ocasionales, también el cura y el alcalde, y mientras esto ocurría, las mujeres de la casa y las visitantes se afanaron en hacer desaparecer del tablado los regalos de boda para dejar sitio a las jugosas magdalenas, polvorones, lenguas de gato, rollos de sarten, rellenos de cabello de Angel y muchas golosinas más, unas hechas en la propia casa, otras aportadas por los invitados. Un impoluto lebrillo y doce jícaras a juego ocuparon el centro del tablo, portando una exquisita zurra, hecha con el mejor de los mistelas obtenidos en los lagares locales, y alguna que otra botella de licor dulzón aconsejada por el tendero de confianza del pueblo. También formaba parte de la oferta liquida las botellas caseras de resolí y de marrasquino.

Los estragos del tabaco hicieron que D. Julián tosiera, obligandole a ponerse en pie, mientras agarraba los folios escritos con la tinta todavía fresca.

¡Que hombre tan chirigotero! Mencionó el novio con una mueca grotesca, y por ser el día que era y por una excepción que no debía repetirse hasta el propio Preñacabras