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VILLAREJO DE FUENTES: soltó una carcajada....

soltó una carcajada.

Cuando llegaron a la parte dispositiva del contrato, todos se pusieron graves, un huracán de egoísmo y avaricia barrió aquella cocina, y hasta la novia levantaba la cabeza con los ojos brillantes y las alillas de la nariz dilatadas al oír hablar de millones, de la viña de la Santa, del olivar del Camino Viejo de Cuenca: todo lo que un día iba a ser suyo. El tío Preñacabras, excepcionalmente, era el único que sonreía con satisfacción de que tan honorable asamblea de curiosos apreciara hasta donde llegaba su generosidad.

Así se hacían estas cosas. Los padres de Elvirita lloraban, pero no por la perdida de una hija, si no por la expectativa de la llegada, Dios quiera que pronto, de un patrimonio que les librara de pobreza. Y las vecinas, que los veían, asentían dibujando una expresión de sentimiento. A un hombre así, por muy bruto y viejo que sea, se le puede entregar una hija joven, y no debe haber remordimientos, ¡Ya se encargará ella de domarlo!

Cuando el acta notarial quedó firmada, comenzó el reparto de las bandejas de dulces.

El notario se sentía feliz luciendo su ingenio verbal, mientras su famélico escribiente se atracaba en representación propia y en nombre de su principal.

Este Don Julián, notario, es el encanto del rudo auditorio, ya verían lo que era capaz de liar el día de la boda, asegurando que el primero, y el cura Don Vicente inmediatamente después, se habían de emborrachar, brindando por la felicidad de los novios.

Habían sonado ya en el reloj de municipio las once campanadas nocturnas y era momento de concluir la fiesta, el cura, primero se escandalizó y seguidamente sin despedirse de nadie se ausentó, por tener que decir la misa primera. El alcalde que lo había acompañado salió tras él. Y finalmente el tío Preñacabras apareció con el notario y su escribiente, despidiendolos ya subidos en su tartana.

Las pocas calles del lugar de la casa de Elvirita estaban densas de lobreguez, de los campos salían rumores de follaje y cantos de grillos. Sobre los tejados parpadeaban las estrellas con un cielo negro, ladraban desesperados los perros en los corrales, contestando algún relincho o rebuzno de las bestias de labor. El pueblo dormía, y el notario y su ayudante andaban con precaución, temiendo que el carruaje tropezara con algún arisco pedrusco en aquellos lares desconocidos.

- ¡Libranos señor de los negros espíritus de la nocheeee...! - gritaba a lo lejos una voz cascajosa.

- ¡Las once y sereeenooooo!

Y el notario se intranquilizaba en su traquetear por sitio poco transitado en una noche negra y lóbrega. Las libaciones generosas de bebidas espirituosas le hacían ver figuras al acecho, y en la esquina de la calle, atisbando la puerta de Elvirita, creyó distinguir individuos amenazantes.

Cuando el sonido era más impenetrable, un grueso chasquido, y tras el una estela de fuego que avanzó rápida serpenteando con un silbido que se percibió atroz y encaneció los pelos del buen notario e hizo latir su traqueteado corazón más deprisa de lo que su salud podía soportar.

Tras pasar la estela de fuego bajo el carricoche, un fuerte estampido dejaba constancia de que le habían enfilado un cohete, hurtado posiblemente del ayuntamiento donde los guardaban para las fiestas oficiales.

¡Vaya una broma!

El notario tembloroso y sintiendo las aceleradas palpitaciones paró el carro, mientras el escribiente casi caía a sus pies, y allí estuvieron tranquilizándose unos pocos minutos, que les parecieron siglos.

El tío Preñacabras había permanecido valientemente en medio de la calle y vio a lo lejos la estela y explosión del cohete... ¡Rediós! Ya sabia el de donde venia aquello.

- ¡Gentuza, traspellados! Gritó con voz ronca y temblorosa por la rabia,

Y agitando su enorme bastón avanzó amenazante, deseando encontrar tras la esquina al Desgarrado con toda la tribu de la señá Agueda

La campana mayor de la iglesia de Tarancón redobló desde el amanecer más ligera que de costumbre.

Se casaba el tío Preñacabras, noticia que se había divulgado a la velocidad de un viento tormentoso, y de todos los pueblos inmediatos iban llegando amigos y parientes, unos en sus carros engalanados a los que habían uncido los mejores animales de la cuadra, otros aprovechaban el espacioso taxi del pueblo, y los más jóvenes y atrevidos pusieron en marcha sus motocicletas, también los hubo que disponían de coche propio y los que habilitaron el remolque agrícola y después de calentar el motor semi diésel del tractor, con su único cilindro, lo engancharon formando un vehículo plano cubierto de sillas, y sentadas en las mismas un enjambre de mujerucas, casi todas enfurruñadas por que sus hombre las habían dejado solas, ellos andarían el tramo por otros caminos y otras compañías.

No es preciso afinar mucho el pensamiento para percatarse de que todo aquello convertía a la casa del tío Preñacabras en un infierno. ¡Que movimiento! Hacia más de treinta horas que allí no se descansaba. Como era costumbre local, las vecinas se ofrecieron voluntarias como guisanderas, iban por los patios y corrales con los brazos arremangados y el vestido prendido atrás con alfileres, mostrando las blancas enaguas y alguna, descaradamente para aquel entonces, algo mas que pantorrilla, mientras, los muchachos prendían una gran hoguera con secos sarmientos y algunas cepas.

Aquello era un matadero bíblico, el matachín del pueblo, cuchillo en mano, abría el gañote a gallos, gallinas, conejos, corderos, mientras los criajos se dedicaban con el mayor entusiasmo a pelar los cadáveres de las aves, revoloteando nubes de plumas, conservando casi todas ellas los piojos sempiternos que portan las aves de corral. En vacilantes llamas tostaban la flácida piel todavía erizada de cañones, pasando después