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VILLAREJO DE FUENTES: desprenderse nunca de su instrumento, pues si una de...

desprenderse nunca de su instrumento, pues si una de las dos manos lo soltaba, la otra indefectiblemente se dirigirá al porrón más próximo, y empinado por su caño de servir salia el fino hilillo de vino repiqueteando sobre su reseca lengua. Y no era cosa de un día ni de una semana, siempre se le conocía así. Y dicen los que se acercaban a él, que costaba gran trabajo sacarle una sola palabra del cuerpo. Por el rumor de la popularidad, se sabia unicamente que posiblemente fuera de San Clemente, que allá vivía o más bien vivió en una humilde casucha que aun conservaba por que de ella no podía sacar ni dos cuartos, que se había bebido en poco tiempo una joven yunta de buenas mulas, un carro y media docena de campos que heredó de sus progenitores, de estos parece que solo le quedaban las clases de música que le impartió el sacristán de San Clemente, y que le valía buenamente para defenderse con su inseparable “dulzaina-pita”.

En su fuero interno tenia asumido y marcado a fuego de que él no había nacido para trabajar. ¿Doblar el lomo?, ¿Destripar terrones?, NO y MIL VECES NO, el destino de su vida era el de ser un sempiterno borracho, no había nacido ni había sido criado para otro fin, y mientras tuviese la dulzaina-pita y fuerzas para hacerla sonar no le faltaría ni el mendrugo de pan ni el porrón diario y con tan poco su dormir era plácido y principesco, máxime cuando terminaba una fiesta, y después de soplar y libar toda la noche, caía como un fardo en el pajar más próximo o al raso en un campo al que misteriosamente llegaba sin saber quien lo había conducía hasta allí, y siempre, siempre con el pillete tamborilero de turno a su lado, y tan ebrio como él mismo.

Nadie quiso saber, si es que alguien lo supo, pero el destino hizo que fuera forzoso que ocurriera y ocurrió. “Lucifer” y la “Borracha” llegó un día que se juntaron y se confundieron.

Siguieron ambos su curso por los cielos de Baco, cada uno con su borrachera, rozándose, para marchar siempre unidos, el astro rojizo del color del tinto y aquella estrella errante lívida como la luz del alcohol.

La fraternidad de borrachos, según a que lado se mirara, hijos de Dionisios o Baco, acabó ensartados por los dardos misteriosos de Cupido y Eros, provocando un ciego enamoramiento.

Y se fueron a vivir a la casucha de San Clemente, a ocultar su felicidad, en donde por las noches, tendidos en el suelo del único cuarto, precisamente donde había nacido “Lucifer”, veían las estrellas parpadeando maliciosamente a través de las grandes goteras con que adornaba el tan viejo como abandonado tejado. Aquella casucha era vieja y podrida que se deshacía en pedazos. Las noches de lluvia y peor las de tempestad, tenían que huir igual que si estuvieran en campo raso, hasta que por fin, en ocasiones, encontraban algún rincón seco y algo resguardado de ventoleras en el punto mas insospechado del establo, acompañados en cualquier época del año de abundante polvo y espesas mtelarañas, así florecía su singular renacer al amor.

Aunque ¿Casarse? … ¿Para que? … Lo que la gente dijera no les importaba, para ellos no había ley ni convencionalismo social, bastaba y sobraba el quererse mucho, ¿Que digo quererse? Amarse mucho, tener un mendrugo de pan, fuera del día o endurecido, pero sobre todo, su cuartillo de manchuelo, dándoles igual si fue cosechado para tinto o para blanco, y por supuesto, algún crédito en las tabernas locales.

“Lucifer” vivía abstraído, como si ante él se hubiese abierto un mundo ignorado, habiéndose sumergido en una felicidad que ignoraba pudiera existir. Desde su tierna infancia, el vino y la dulzaina se habían asentado en todas sus pasiones, y ahora a los treinta y algunos años, perdía o mejor dicho, ignoraba el pudor de borracho insaciable, y como un cirio de fina cera procesional, se derrita en amores, derrumbándose en los brazos de la “Borracha”, sabandija escuálida, a la que la maldición divina la privó de belleza, pero a cambio la dotó de sobrada fealdad, miserable y ennegrecida por el arder intestinal de tanto alcohol, apasionada hasta vibrar como la tripa de una guitarra, y que a él le parecía el prototipo de belleza angelical.

La felicidad de ambos era tan grande, que se desparramaba fuera de la casucha. Acariciándose en medio de las calles con el inocente pudor de una paraje canina, y muchas veces en su caminar por los pueblos donde se celebraba, fiesta, romería o procesión, huían a campo través sorprendidos en lo mejor de su pasión por los gritos de los tractoristas que celebraban con risotadas el descubrimiento.

El caldo fermentado de la vid, y el amor, cebaban a “Lucifer”, que cual Sancho dejado de la amo de su caballero andante, engordaba desaforadamente, aunque hay que reconocer que iba con ropaje más cuidado que nunca y en los pocos momentos de sobriedad aún se sentía más tranquilo, satisfecho y feliz al lado de la “Borracha”, aquella mujer cada vez más seca y negruzca que pensando unicamente en cuidar a su compañero, no se ocupaba siquiera de lavar ni remendar los sucios andrajos que se escurrían por sus hundidas caderas.

No lo dejaba ni a Sol ni a sombra, un mozo de su planta estaba expuesto a peligros, y no satisfecha en acompañarle en sus viajes de artista, marchaba siempre a su lado al frente de las procesiones, sin miedo a la pólvora festiva e incluso reservando su felina hostilidad hacia todas las mujeres a las que suponía dejaban caer su vista en el “macho” de su vida.

Pero lo que tenia que venir, finalmente vino, y fue en forma de preñado de la infesta “Borracha”, los espectadores de las procesiones se morían de risa, comprometiendo con ello la solemnidad del acto.

Y él, en medio, erguido, con expresión triunfante, con la dulzaina-pita hacia arriba, como si fuera una