La peregrinación a Roma
Liderada por el obispo de Coutances, la peregrinación reunió a cerca de doscientos peregrinos, entre ellos setenta y cinco sacerdotes. El viaje comenzó en París, Luis Martin tuvo la oportunidad de visitar la capital con sus hijas. Fue durante una misa en Nuestra Señora de las Victorias (actualmente basílica menor), que Teresa logró derribar todas las dudas acerca de que si la Virgen le habría sonreído verdaderamente en su enfermedad de 1883 o no. Durante los últimos años había sufrido mucho al respecto, por su problema con los escrúpulos. Pero ahora lo tenía por verdad absoluta. Allí ella le confía el viaje y su vocación.
Un tren especial los lleva a Italia, después de cruzar Suiza. La chica no se cansaba de admirar los paisajes. Los peregrinos, casi todos de alto rango, son recibidos en los mejores hoteles. Una vez tímida y reservada, Teresa se siente algo incómoda con todo este lujo en medio de la sociedad que solo buscaba los bienes de este mundo. Es la más joven de la peregrinación, muy alegre y bonita, con sus hermosos vestidos, no pasa desapercibida.
Es durante este viaje que Teresa, que hasta el momento no había tenido un contacto cercano con muchos sacerdotes, que se da cuenta de las imperfecciones, debilidades y grandes defectos que tienen muchos de los sacerdotes que viajaban con ella. Todo esto la invitó con más fuerza a ofrecer su vida en el monasterio, orando cada día por los sacerdotes del mundo. Ella dice: «En esta peregrinación comprendí que mi vocación era orar y sacrificarme por la santificación de los sacerdotes».
Durante la peregrinación logran visitar Milán, Venecia, Bolonia, el santuario de nuestra señora de Loreto. Finalmente, llegan a Roma. En el Coliseo, Teresa y Celina hacen caso omiso de las prohibiciones y entran en el, para besar la arena donde la sangre de los mártires fue derramada. En ese lugar pide la gracia de ser martirizada por Jesús, y luego añadió: «Sentí profundamente en el alma que mi oración fue contestada».
Pero Teresa no olvida el propósito de su viaje. Una carta de su hermana Paulina la animó a presentar su petición personalmente al papa. El 20 de noviembre de 1887, por la mañana, los peregrinos asisten en la capilla papal a una misa celebrada por el papa León XIII. Luego viene el momento tan esperado de la audiencia: el vicario general asigna los turnos para ver al papa. Pero se prohíbe que se le dirija la palabra al Santo Padre pues sus setenta y siete años ya no le permiten desgastarse durante mucho tiempo. Aun así, cuando le llega el turno a Teresa, previamente Celina como cómplice la había animado a que hablara, se arrodilla y sollozando dice: «Santísimo Padre, tengo que pedirle una gracia muy grande». El vicario le dice que se trata de una chica que quiere entrar en el Carmelo. «Hija Mía, haced lo que los superiores le digan», respondió el papa. La chica insiste: «Oh Santo Padre, si usted dice que sí, todo el mundo lo aprobaría». León XIII replicó: «Vamos a ver... ¡Entrará si Dios lo quiere!». Pero Teresa quiere una palabra decisiva y espera, con las manos cruzadas sobre las rodillas del papa. Dos guardias deben luego levantarla suavemente y llevarla a la salida.
Esa misma noche ella escribió sobre el fracaso a Paulina para decirle: «Tengo el corazón pesado. Sin embargo, Dios no puede darme alguna prueba que esté más allá de mis fuerzas. Él me dio el valor para soportar esta dura prueba». Pronto, toda la peregrinación conoce el secreto de Teresa, incluso en Lisieux un periodista del diario El Universo publicó el incidente.
El viaje continúa, visitan Pompeya, Nápoles, Asís; entonces es hora de volver por Pisa y Génova. En Niza, aparece un rayo de esperanza para Teresa. El vicario hace algunas promesas diciéndole que apoyaría su solicitud. El 2 de diciembre, llegan a París, y, finalmente, al día siguiente, regresan a Lisieux. Así terminó una peregrinación de casi un mes que para Teresa fue un «fiasco».
Liderada por el obispo de Coutances, la peregrinación reunió a cerca de doscientos peregrinos, entre ellos setenta y cinco sacerdotes. El viaje comenzó en París, Luis Martin tuvo la oportunidad de visitar la capital con sus hijas. Fue durante una misa en Nuestra Señora de las Victorias (actualmente basílica menor), que Teresa logró derribar todas las dudas acerca de que si la Virgen le habría sonreído verdaderamente en su enfermedad de 1883 o no. Durante los últimos años había sufrido mucho al respecto, por su problema con los escrúpulos. Pero ahora lo tenía por verdad absoluta. Allí ella le confía el viaje y su vocación.
Un tren especial los lleva a Italia, después de cruzar Suiza. La chica no se cansaba de admirar los paisajes. Los peregrinos, casi todos de alto rango, son recibidos en los mejores hoteles. Una vez tímida y reservada, Teresa se siente algo incómoda con todo este lujo en medio de la sociedad que solo buscaba los bienes de este mundo. Es la más joven de la peregrinación, muy alegre y bonita, con sus hermosos vestidos, no pasa desapercibida.
Es durante este viaje que Teresa, que hasta el momento no había tenido un contacto cercano con muchos sacerdotes, que se da cuenta de las imperfecciones, debilidades y grandes defectos que tienen muchos de los sacerdotes que viajaban con ella. Todo esto la invitó con más fuerza a ofrecer su vida en el monasterio, orando cada día por los sacerdotes del mundo. Ella dice: «En esta peregrinación comprendí que mi vocación era orar y sacrificarme por la santificación de los sacerdotes».
Durante la peregrinación logran visitar Milán, Venecia, Bolonia, el santuario de nuestra señora de Loreto. Finalmente, llegan a Roma. En el Coliseo, Teresa y Celina hacen caso omiso de las prohibiciones y entran en el, para besar la arena donde la sangre de los mártires fue derramada. En ese lugar pide la gracia de ser martirizada por Jesús, y luego añadió: «Sentí profundamente en el alma que mi oración fue contestada».
Pero Teresa no olvida el propósito de su viaje. Una carta de su hermana Paulina la animó a presentar su petición personalmente al papa. El 20 de noviembre de 1887, por la mañana, los peregrinos asisten en la capilla papal a una misa celebrada por el papa León XIII. Luego viene el momento tan esperado de la audiencia: el vicario general asigna los turnos para ver al papa. Pero se prohíbe que se le dirija la palabra al Santo Padre pues sus setenta y siete años ya no le permiten desgastarse durante mucho tiempo. Aun así, cuando le llega el turno a Teresa, previamente Celina como cómplice la había animado a que hablara, se arrodilla y sollozando dice: «Santísimo Padre, tengo que pedirle una gracia muy grande». El vicario le dice que se trata de una chica que quiere entrar en el Carmelo. «Hija Mía, haced lo que los superiores le digan», respondió el papa. La chica insiste: «Oh Santo Padre, si usted dice que sí, todo el mundo lo aprobaría». León XIII replicó: «Vamos a ver... ¡Entrará si Dios lo quiere!». Pero Teresa quiere una palabra decisiva y espera, con las manos cruzadas sobre las rodillas del papa. Dos guardias deben luego levantarla suavemente y llevarla a la salida.
Esa misma noche ella escribió sobre el fracaso a Paulina para decirle: «Tengo el corazón pesado. Sin embargo, Dios no puede darme alguna prueba que esté más allá de mis fuerzas. Él me dio el valor para soportar esta dura prueba». Pronto, toda la peregrinación conoce el secreto de Teresa, incluso en Lisieux un periodista del diario El Universo publicó el incidente.
El viaje continúa, visitan Pompeya, Nápoles, Asís; entonces es hora de volver por Pisa y Génova. En Niza, aparece un rayo de esperanza para Teresa. El vicario hace algunas promesas diciéndole que apoyaría su solicitud. El 2 de diciembre, llegan a París, y, finalmente, al día siguiente, regresan a Lisieux. Así terminó una peregrinación de casi un mes que para Teresa fue un «fiasco».