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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: La intervención de la inteligencia y de la voluntad...

La intervención de la inteligencia y de la voluntad

Estas dificultades pueden mitigarse si hacemos buen uso de nuestra capacidad de pensar. El conocimiento propio y la reflexión nos permiten ir conectando las manifestaciones de nuestros resentimientos con sus causas y, en esta medida, nos vamos encontrando en condiciones de encauzarlos. Si al analizar los agravios recibidos nos esforzamos por comprender la forma de actuar del ofensor y por descubrir los atenuantes de su modo de proceder, en muchos casos nuestra reacción negativa desaparecerá por debilitamiento del estímulo. Nuestra inteligencia puede influir así, indirectamente — Aristóteles hablaba de un dominio político y no despótico de lo racional sobre lo sensible—, para evitar o eliminar los resentimientos, modificando las disposiciones afectivas.

Otro recurso con que contamos para echar fuera de nosotros el agravio, sin retenerlo, incluso en los casos de ofensas reales, es nuestra voluntad, por su capacidad de autodeterminarse. Cuando recibimos una agresión que nos duele, podemos decidir no retenerla para que no se convierta en resentimiento. Eleanor Roosevelt solía decir:

«Nadie puede herirte sin tu consentimiento». Marañón advertía que "el hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido" (74). Si, en cambio, la voluntad es débil, la ofensa se retiene y el sentimiento permanece dentro del sujeto, se vuelve a experimentar una y otra vez, aunque el tiempo transcurra. En esto precisamente consiste el resentimiento: "es un volver a vivir la emoción misma: un volver a sentir, un resentir".

La lucha contra el resentimiento será mucho más eficaz si se cuenta con la ayuda de Dios, que clarifica nuestra inteligencia, favoreciendo la objetividad en el conocimiento y la capacidad de comprensión; y que potencia nuestra voluntad y fortalece nuestro carácter, para que no se doblegue ante la presión de los agravios.