Quien no lo ha experimentado nunca, no podrá creer con qué facilidad se desbarajusta nuestra familiar sensación de tiempo.
Si permaneciésemos durante una semana metidos en la Cueva de los Morceguillos durante un mes, no sdaríamos cuenta de lo quebradiza que es nuestra orientación en el tiempo.
Nuestra forma habitual de contar los minutos, las horas y los días se parecen a una capa de hielo: podemos movernos sobre ella con más o menos problemas, pero nos separa de un mar de posibilidades de percibir el tiempo: una riqueza oculta, y sin embargo presente en el momento. Esta percepción no la podríamos olvidar, o muy pocos de los que han experimentado cosas parecidas, lo olvidan.
Nuestra forma habitual de contar los minutos, las horas y los días se parecen a una capa de hielo: podemos movernos sobre ella con más o menos problemas, pero nos separa de un mar de posibilidades de percibir el tiempo: una riqueza oculta, y sin embargo presente en el momento. Esta percepción no la podríamos olvidar, o muy pocos de los que han experimentado cosas parecidas, lo olvidan.
Metidos en una cueva llegaríamos a pensar que nos encontramos fuera del tiempo, porque aunque parezca mentira, cuando uno deja tras de sí la claridad, el paso de los minutos se olvida con una rapidez pasmosa. Cuando uno sólo percibe en el oído el más mínimo ruido, el ritmo del mundo exterior pierde su importancia. Uno se mueve en un cosmos propio, cuya dimensión es la edad de la Tierra.
En nuestras cabezas hace tic-tac un reloj oculto que rige todos los procesos del cuerpo y nos conduce con precisión a lo largo del día y de la noche.
El tiempo corporal regula la presión sanguínea, las hormonas y los jugos gástricos, nos provoca el cansancio y nos despierta. Trabaja en perfecta armonía con los mejores relojes mecánicos, puesto que el cronómetro natural es una obra de precisión excepcional.
El organismo conoce la hora exterior con una exactitud prácticamente de segundos.
Según algunos experimentos se ha llegado a la conclusión de que aunque el tiempo corporal rige toda nuestra existencia, no es el tiempo que percibimos. La conciencia crea su propio tiempo: el tiempo interior. Es, por así decirlo, el pulso de nuestra alma. Con él medimos todo lo que percibimos, pensamos y sentimos.
El tiempo interior es independiente del curso de los relojes mecánicos y también del reloj biológico.
Un reloj de campanario no resulta apropiado para determinar el tiempo ganador en una carrera de cien metros lisos; por el contrario, un cronómetro no conoce la diferencia entre mañana y tarde.
Los relojes del cuerpo y de la conciencia se comportan de forma similar al reloj de un campanario y al cronómetro: necesitamos (y tenemos) varias escalas para orientarnos en el tiempo. Cuando vivimos un momento, nos interesan los segundos; en cambio, para ajustarse al día y la noche el organismo necesita un reloj que como mínimo funcione durante 24 horas
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