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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: La luna prisionera...

La luna prisionera

En el inicio de los tiempos no había luna, ni tampoco estrellas. Por las noches, atemorizado por la oscuridad, Anku cerraba los ojos y se concentraba para escuchar el único ruido que reconocía, el de la cascada. Por eso le gustaba la primavera, porque entonces la nieve acumulada en la cima comenzaba a deshacerse y a bajar en forma de agua, entre las grietas de la montaña.

En la cumbre más alta, cerca de la aldea, vivía Killén. Las hadas de la tierra le habían contado tantas cosas de los hombres que una tarde bajó sigilosa para espiarlos.

-Eres un hada del aire, Killén, no deberías estar aquí, brillas demasiado—le advirtieron sus hermanas del agua, que se volvieron traslúcidas en cuanto Anku se acercó a la orilla.

Durante unos segundos, el joven y el hada se miraron inmóviles. Aunque ambos estaban aterrorizados, las manos de Anku se movieron más aprisa que las alas de Killén y el hada quedó atrapada entre sus dedos temblorosos.
Más tarde, gracias al halo de luz que se desprendía de la piel del hada, Anku conoció la noche: vio los grillos, los sapos, los búhos. Vio las copas de los árboles moverse hacia un lado y hacia el otro. Vio los animales caminar hacia sus refugios. Y vio también las ramas y las hojas secas resquebrajarse a su paso.

-Si me dejas en libertad -le dijo el hada, comprendiendo su miedo-, dormiré con mis hermanas cada noche sobre tu aldea para iluminar los ruidos que te atemorizan.

Anku la dejó ir. Desde entonces, un sinfín de luces incandescentes alumbran el sueño de los hombres. Y el mundo conoció, por fin, la luna y las estrellas.

Sol Silvestre