II
Y de esa manera, por primera vez tuvimos el atrevimiento de entrar; la puerta herrumbrada, herida en sus goznes, no opuso mayor resistencia al grupo. Íbamos todos muy juntos, azorados, por la vereda de cemento llena de grietas
En el mediodía lleno de domingo el grupo fue acercándose al inmenso árbol de toronjas. -Suban rápido y alcancen las más grandes -susurro Chela, con la mirada fija en una de las puertas herméticamente cerrada. No podía dejar de pensar en qué momento se abriría para permitir el paso a algún monstruo esquelético muy enojado por nuestro atrevimiento de ir nada menos que a sacar toronjas.
Y sucedió, en efecto, que muy lentamente se fue abriendo la puerta; el quejido metálico hizo que cada uno permaneciera en su sitio, como estatuas de vidrio, con las manos llenas de toronjas, las bocas abiertas, puro ojos, puro miedo, cuando del hueco se dibujó un negrísimo movimiento de pelos erizados, cola breve y mirar curioso, que se puso a ronronear amigablemente. -Un gatito negro, ¡qué lindo es! Eufrasia lo alzó. Era lindo de veras, lleno de pulgas y hambre. -Llevémoslo a casa- fue la proposición de todos. De pronto la puerta se cerró de golpe con tal violencia, que hizo la punta de los pastos. El pánico se apoderó de todos y comenzamos a correr hacia la salida. Llegamos a casa sin aliento, justo cuando la campana llamaba para el almuerzo y justo para contar la aventura.
Anacleta puso fin al relato diciendo que esa tarde iba a hacer dulce de toronjas, y acto seguido se adueñó del gato para darle de comer. -Se llamará Mefistófeles - dijo.
Esa tarde, por los tres patios se extendió el olor a dulce de toronjas, que por supuesto, desde entonces, se transformó en el olor de los fantasmas.
Mefistófeles, que tomó la costumbre de pasearse por el borde de las cornisas, continuamente también me lo recordaba.
Y de esa manera, por primera vez tuvimos el atrevimiento de entrar; la puerta herrumbrada, herida en sus goznes, no opuso mayor resistencia al grupo. Íbamos todos muy juntos, azorados, por la vereda de cemento llena de grietas
En el mediodía lleno de domingo el grupo fue acercándose al inmenso árbol de toronjas. -Suban rápido y alcancen las más grandes -susurro Chela, con la mirada fija en una de las puertas herméticamente cerrada. No podía dejar de pensar en qué momento se abriría para permitir el paso a algún monstruo esquelético muy enojado por nuestro atrevimiento de ir nada menos que a sacar toronjas.
Y sucedió, en efecto, que muy lentamente se fue abriendo la puerta; el quejido metálico hizo que cada uno permaneciera en su sitio, como estatuas de vidrio, con las manos llenas de toronjas, las bocas abiertas, puro ojos, puro miedo, cuando del hueco se dibujó un negrísimo movimiento de pelos erizados, cola breve y mirar curioso, que se puso a ronronear amigablemente. -Un gatito negro, ¡qué lindo es! Eufrasia lo alzó. Era lindo de veras, lleno de pulgas y hambre. -Llevémoslo a casa- fue la proposición de todos. De pronto la puerta se cerró de golpe con tal violencia, que hizo la punta de los pastos. El pánico se apoderó de todos y comenzamos a correr hacia la salida. Llegamos a casa sin aliento, justo cuando la campana llamaba para el almuerzo y justo para contar la aventura.
Anacleta puso fin al relato diciendo que esa tarde iba a hacer dulce de toronjas, y acto seguido se adueñó del gato para darle de comer. -Se llamará Mefistófeles - dijo.
Esa tarde, por los tres patios se extendió el olor a dulce de toronjas, que por supuesto, desde entonces, se transformó en el olor de los fantasmas.
Mefistófeles, que tomó la costumbre de pasearse por el borde de las cornisas, continuamente también me lo recordaba.