Ya en el cementerio, cuando la octava nube cercaba al cuarto de la luna creciente, ambas, acechantes, sintieron un poco de resquemor por lo que se veían compulsadas a hacer. ¡Habían sido tan amigas!
Pero… ¡No podían dar marcha atrás! Se chotearían. ¡Hasta podían ser expulsadas de la Unión de Brujas Horribles ¡El Diablo no les perdonaría ningún desliz al respecto: no soportaba a los nacidos bajo el signo de Piscis porque pensaban una cosa y hacían otra; y las dos, por esas cosas del destino, habían nacido el mismo día: un 16 de marzo en que un cometa negro atravesó el cielo de las doce del día.
Sí, se habían criado juntas y se querían como si fueran hermanas. Pero ahora las cosas habían cambiado y debían enfrentarse. A muerte. Para, una vez más, hacer valer aquella máxima que generaba la violencia y resultaba irrebatible: “Muerto el perro se acabó la rabia”.
Solo que ellas no eran perros. ¡Ni tampoco perras! Eran, si se quiere, un par de brujas diferentes, con pretensiones incólumes de ejercer una de las profesiones más viejas de la humanidad (la otra es la que todo el mundo conoce), pero en su fuero interno no cabía el aniquilarse mutuamente y menos hacer desaparecer a su execrable compañera de juegos y maleficios.
A pesar de los pesares, estaban obligadas a proceder como lo que eran: seres impíos que no podían permitirse el lujo de renunciar a su ego. Tenían que demostrar que eran capaces de cualquier maldad con tal de hacer valer sus poderes sobrenaturales. De lo contrario, perderían su Razón de Ser, y nadie, ni el espíritu de Alejo Carpentier, tendría miedo de ellas, por lo que las harían polvo en menos de lo que cantara un gallo en presencia de un turista obsequioso. Sobre todo, se les echarían encima los críticos de media tinta de bolígrafo no tropicalizado y los practicantes de la mal llamada Magia Negra que, según estudios realizados por las mismas, tenía más de blanca que de negra.
Pero… ¡No podían dar marcha atrás! Se chotearían. ¡Hasta podían ser expulsadas de la Unión de Brujas Horribles ¡El Diablo no les perdonaría ningún desliz al respecto: no soportaba a los nacidos bajo el signo de Piscis porque pensaban una cosa y hacían otra; y las dos, por esas cosas del destino, habían nacido el mismo día: un 16 de marzo en que un cometa negro atravesó el cielo de las doce del día.
Sí, se habían criado juntas y se querían como si fueran hermanas. Pero ahora las cosas habían cambiado y debían enfrentarse. A muerte. Para, una vez más, hacer valer aquella máxima que generaba la violencia y resultaba irrebatible: “Muerto el perro se acabó la rabia”.
Solo que ellas no eran perros. ¡Ni tampoco perras! Eran, si se quiere, un par de brujas diferentes, con pretensiones incólumes de ejercer una de las profesiones más viejas de la humanidad (la otra es la que todo el mundo conoce), pero en su fuero interno no cabía el aniquilarse mutuamente y menos hacer desaparecer a su execrable compañera de juegos y maleficios.
A pesar de los pesares, estaban obligadas a proceder como lo que eran: seres impíos que no podían permitirse el lujo de renunciar a su ego. Tenían que demostrar que eran capaces de cualquier maldad con tal de hacer valer sus poderes sobrenaturales. De lo contrario, perderían su Razón de Ser, y nadie, ni el espíritu de Alejo Carpentier, tendría miedo de ellas, por lo que las harían polvo en menos de lo que cantara un gallo en presencia de un turista obsequioso. Sobre todo, se les echarían encima los críticos de media tinta de bolígrafo no tropicalizado y los practicantes de la mal llamada Magia Negra que, según estudios realizados por las mismas, tenía más de blanca que de negra.